domingo, 14 de octubre de 2007

La ciudad de las interfases

En buena parte del mundo desarrollado la forma de construir las ciudades y de organizar los territorios ha cambiado radicalmente en los últimos treinta años. El problema es que seguimos con los mismos instrumentos de planeamiento pensados para resolver la ciudad surgida de la Revolución Industrial, las mismas formas de organización administrativa para gestionarla que a principios del pasado siglo XX y una mentalidad planificadora que no es capaz de afrontar los retos actuales. Hace unos días se ha publicado el número 181 de la revista Arquitectos editada por el Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España donde he escrito un articulo que se llama “Buenas prácticas para un crecimiento urbano más sostenible”. Aunque el tema son las Buenas Prácticas he pensado adaptar una parte del texto para plantear la cuestión de lo que llamo la ciudad de las interfases porque se refiere a la parte del territorio en que, tanto la urbanización como la naturaleza (según las teorías de Forman y Godron) fluctúan entre ser tesela o ser matriz.

Barcelona de noche desde el espacio  magisstra
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A pesar de muchas afirmaciones en contra, el planeamiento tradicional ha servido para conseguir mejores ciudades y territorios más eficientes (podría dedicar muchas páginas a escribir acerca su utilidad). Pero es que se enfrentaba a un tipo de urbanización específico para el que había conseguido crear instrumentos de intervención adecuados. Todavía hoy, en muchos lugares, este planeamiento está preparado para cumplir la misión que se le ha encomendado. Sin embargo este no es el caso de muchas de las nuevas áreas urbanizadas. Sobre todo de aquellas que se encuentran en zonas de interfase. Y, básicamente, en la interfase por antonomasia que es la periferia. Pero también en interfases de otro tipo como las vías de comunicación, las áreas comerciales o las grandes infraestructuras como los aeropuertos.

Ello es debido al hecho fundamental de que estas interfases se están convirtiendo de hecho en la mayor superficie del territorio urbanizado. Es así como la realidad del territorio ha superado las teorías sobre las relaciones entre áreas construidas y urbanizadas. La matriz de naturaleza y la matriz de urbanización con una pequeña interfase entre ambas, y enclaves de la otra matriz en cada una de ellas, están siendo sustituidas de forma acelerada por una gran matriz de urbanización difusa o de naturaleza antropizada (que de las dos formas se puede ver). Además esta matriz no se está produciendo de forma uniforme sino que las áreas principales son áreas de gradiente creciente o decreciente en relación a las infraestructuras.

El territorio fragmentado en la periferia de Madrid
Todas las imágenes están extraídas del articulo citado

Los intentos de control del territorio por el planeamiento se están produciendo en las grandes zonas del puzzle que todavía no están urbanizadas, de forma que la mayor parte de las propuestas son intervenciones que antropizan todavía más estos suelos con el significado obvio de aumentar la huella ecológica del conglomerado urbanizado. Esta, seguramente, es una consecuencia no deseada pero al urbanita le molestan las áreas no controladas al lado mismo de donde duerme, se divierte o trabaja.

Probablemente estos intentos no van por el camino adecuado porque vista la enorme extensión con que se está produciendo el fenómeno los intentos de controlar toda la interfase con los sistemas de planeamiento tradicionales son, simplemente, imposibles. Incluso, en algunos casos de grandes superficies que todavía podrían funcionar como áreas de naturaleza, claramente dañinos desde el punto de vista de la sostenibilidad del planeta.

La asimetría del territorio

Esta nueva organización (¿desorganización?) del territorio unida al problema planteado por los límites planetarios del crecimiento, hace que sea necesario un replanteamiento global del funcionamiento de las áreas urbanizadas que haga posible el mantenimiento de los equipamientos y servicios esenciales, tales como los de seguridad o comunicaciones. La cuestión de la movilidad, por ejemplo, es uno de los temas más obvios. Si hablamos (por ejemplo) del transporte, está más que comprobada la imposibilidad de mantener un transporte público rentable con las bajas densidades de las modernas periferias. Esto también pasa, claro, con una biblioteca. O una escuela (a menos que se haga recorrer a los niños largas distancias en autobuses). En cualquier caso aunque fuera posible para una sociedad, una ciudad o un país determinados, el planeta no lo puede soportar.

Aeropuerto de Schipol

La evidente asimetría entre las áreas territoriales urbanizadas y naturales (a favor de estas últimas) se ha roto de forma clamorosa en los últimos años. Incluso desde el punto de vista legislativo. Así en la Ley del Suelo de 1956 todo el territorio español era rústico (el residual) mientras que en la de 1998 todo era urbanizable. El mantenimiento de esta asimetría a favor del medio natural resulta imprescindible desde el punto de vista de la sostenibilidad del planeta (he desarrollado esta cuestión junto con Javier Ruíz en el número 7 de la revista Urban). Habría que revisar las teorías tradicionales sobre equilibrios entre territorios, desarrollo de zonas deprimidas, etc., a la luz de los nuevos modelos, ahora de escala planetaria, que se empiezan a alumbrar. Probablemente determinados territorios no es bueno que se desarrollen nunca si por desarrollo se entiende antropización (o urbanización si este se lleva al límite). Al contrario, hay que empezar a considerar el territorio no como un espacio con vocación isotrópica en el sentido de que todo él tiene igual derecho a ser urbanizado, sino como un espacio que necesita de la asimetría en la relación urbanización-naturaleza para que ambas puedan subsistir armónicamente.

Esta asimetría, por supuesto que también debe referirse a las relaciones de movilidad. Es evidente que el derecho a la movilidad universal, en el sentido de que todo el territorio debe estar conectado con todo el territorio choca frontalmente con los territorios asimétricos. Un territorio asimétrico, desde una perspectiva de movilidad, es aquel con zonas de muy alta accesibilidad y zonas prácticamente inaccesibles. Es imprescindible la existencia de estas zonas de “no movilidad” por la sencilla razón que movilidad implica antropización y con todo el territorio antropizado no quedarán suficientes áreas de naturaleza que absorban la entropía creciente generada por el orden urbano. Además la movilidad total significa fragmentación del territorio. Y la fragmentación no afecta tan solo a las áreas de naturaleza sino también a las áreas urbanas (a la cuestión de los territorios fragmentados habría que dedicarle por lo menos otra entrada en el blog).

Respecto a las áreas de naturaleza cualquier ecólogo nos puede decir que determinados ecosistemas necesitan unos tamaños mínimos para ser viables y que, en muchos casos, tres áreas de treinta hectáreas no suman noventa hectáreas sino mucho menos (en algunos casos la suma es cero). De forma que las áreas de naturaleza residuales se convierten en relictos que no funcionan adecuadamente porque no sirven para equilibrar las áreas de urbanización.

Barrios cerrados en la periferia de Buenos Aires

Pero, además, está la fragmentación de las propias áreas urbanas que conduce directamente, como se puede comprobar de forma bastante sencilla, a la segregación social y la ineficiencia. Segregación que se manifiesta espacialmente en la especialización urbana de cada uno de los fragmentos y cuya máxima expresión son los barrios cerrados defendidos incluso por sus propios cuerpos de seguridad. E ineficiencia porque se necesitan tamaños mínimos de población que posibiliten infraestructuras y servicios rentables y porque la movilidad queda exclusivamente en manos del automóvil privado dejando de ser operativa la movilidad más sostenible, es decir, la movilidad peatonal. Hay que exigir que se pueda acceder a las cosas y a las personas pero esta exigencia en buena parte de los casos supone una determinada concentración de población con densidades, no sólo máximas, sino también mínimas. Pero esta ciudad fragmentada se está convirtiendo en el modelo casi exclusivo de las áreas de interfase, y la forma de vida que conlleva se va extendiendo en forma mimética a toda el área urbana, hasta el punto que los centros urbanos de la ciudad tradicional la están reproduciendo en la medida de lo posible (mediante áreas cerradas, segregación social, utilización masiva del automóvil, eliminación de la complejidad de usos, etc.).

Planificar en contextos de incertidumbre

Ante esta situación una estricta posición determinista y, sobre todo, los intentos de controlar el territorio y su forma hasta la última piedra siguiendo los cánones y valores predeterminados por el planeamiento, amplían las huellas ecológicas de los territorios de forma desmesurada, tendiendo a producir los cambios mediante catástrofes en lugar de hacerlo mediante un sistema selectivo. De cualquier forma los cambios probablemente sean imposibles de evitar, lo que sucede es que la capacidad de respuesta ante una forma u otra de producirse es muy diferente. Un cambio no controlado, como el que se está empezando a producir, va a tener unos costes y unos “efectos colaterales” muy superiores a los que tendría si fuéramos capaces de reconducirlo. La necesidad de trabajar en contextos de incertidumbre es ineludible y cambia radicalmente los usos tradicionales no solamente en materia de organización urbana y territorial, sino también en el proyecto arquitectónico y la obra civil.

Probablemente de estas nuevas áreas urbanizadas que se están creando en las interfases surgirá la ciudad nueva que ya se ve muy cercana. Esta ciudad tendrá que responder a los retos de este siglo XXI que son diferentes a los retos del siglo XX, del XIX o del XVIII. Todavía no sabemos cómo será, ni tan siquiera si se llamará ciudad, lo único que es seguro es que no será como la que se está construyendo en nuestras periferias actuales. Y no lo será porque esta ciudad es, básicamente, ineficiente y no podrá resistir el ajuste que se está produciendo ya en estos momentos.

También sabemos que no será como la ciudad tradicional, a pesar de los intentos, probablemente más románticos que realistas, de algunos nostálgicos del pasado, sencillamente porque esa ciudad respondía a las necesidades de las generaciones anteriores. La nueva sociedad de la globalización, de Internet, de los móviles, de la sostenibilidad, de las mezclas culturales, tendrá que hacer frente a la creación de “su” ciudad. Ello no quiere decir que la forma que adopte sea necesariamente distinta a la que conocemos. Pero, probablemente, si sea diferente la manera de utilizarla. El problema es que el momento en el que nos encontramos es un momento en el que el pasado no sirve y el futuro todavía no ha llegado. Es decir, es tiempo de crisis.

En estas condiciones, aquellos territorios que se organicen de forma que puedan cambiar rápidamente hacia soluciones más eficaces (es decir, que respondan a las necesidades actuales) y más eficientes (con el menor consumo para que el planeta lo pueda soportar) serán los más competitivos. Los que no tengan posibilidad de realizar esta transformación sufrirán la parte más importante del ajuste: sus actuaciones habrán sido malas, y las consecuencias, por desgracia, no afectarán tan sólo a sus promotores sino al conjunto del planeta y a las generaciones sucesivas.