domingo, 23 de septiembre de 2007

Santiago: Quintanas (de vivos e de mortos)

Si existieran lugares mágicos en el mundo, uno de ellos sería, sin duda, Santiago de Compostela. Y lo digo no porque yo haya nacido en ella, o porque todos los años tenga que volver, aunque sólo sea una vez, atraído como por un imán. No es porque sea uno de esos escasos ejemplos de rehabilitación que todo urbanista deba conocer. No es porque sea la capital de Galicia, que es como ser la capital del Universo. Lo digo porque lo dicen miles y miles de peregrinos a lo largo de los siglos.

Esperando para entrar por la Puerta Santa  micoleccion

El objeto

Pero es que en la misma ciudad, ya de por sí especial, hay espacios irrepetibles que no encontraréis en ninguna otra ciudad del mundo. Hoy os voy a hablar de mi lugar de Santiago preferido: las escaleras que separan “A Quintana de Vivos da Quintana de Mortos” (la Quintana de los vivos de la Quintana de los muertos). Ambas Quintanas están en uno de los laterales de la Catedral, precisamente en el que se encuentra la Puerta Santa (mira que es casualidad). La parte que está a un nivel más bajo fue, en su momento, un cementerio, de ahí el nombre “Quintana de Mortos”. En el momento actual y desde el punto de vista urbanístico, se ha convertido en un espacio extraordinario. Desde las escaleras se puede observar con tranquilidad el espectáculo que supone la riada de turistas que continuamente lo cruzan.


Las Quintanas aparecen limitadas por la Catedral al oeste, por el Monasterio e Iglesia de San Paio de Antealtares al este, la Casa de la Parra al norte y la de la Conga al sur. En la parte noreste desemboca la Vía Sacra.


Como sucede con las plazas renacentistas italianas de herencia medieval, en realidad se trata de un espacio compuesto de dos, aunque en el caso da Quintana de Mortos no existe ningún elemento de articulación entre ambos como sucede en San Marcos de Venecia (El Campanile) o en la plaza de la Signoria en Florencia (la fuente de Neptuno). Sin embargo este espacio tiene algo más. Cuenta con una plataforma superior que domina la escena. Pero es que, también, están las escaleras. Estas escaleras que simbolizan el tránsito, la bajada de la vida a la muerte y en la que se retratan las grandes peregrinaciones.

En estas escaleras, muy cerca de la pared de la Catedral es donde suelo sentarme para dejar pasar lentamente el tiempo. Podría escribir varios libros con las observaciones que he hecho desde este sitio. Pero en el siguiente apartado sólo voy a contaros una de las que últimamente más me emocionó.

La emoción

Sucedió durante el 2004, el último año Santo (ocurre cuando el 25 de julio, festividad del Apóstol, cae en domingo). Una mañana de abril la cola de peregrinos para entrar por la Puerta Santa daba ya dos vueltas sobre sí misma enroscándose como una serpiente. Aquel día estaba sentado muy arriba, casi en la Quintana de Vivos. Sólo tres escalones más abajo y casi en mi perpendicular, una muchacha de unos veinticinco años dejó la mochila con la que venía cargada. Se veía que acababa de llegar por la Vía Sacra completando el Camino. La chica era de una belleza extraordinaria. Uno de esos especimenes que uno piensa que son, sencillamente, leyendas urbanas pero que en realidad no existen (hasta que, de repente, aparecen y todos los cánones de belleza quedan destrozados).
En la terraza cuyas mesas, sillas y sombrillas se colocan muy cerca de la Casa de "la Parra", un hombre maduro de unos cincuenta años debió de decirle algo a la belleza de la mochila porque rápidamente subió los escalones hasta la Quintana de Vivos y ambos se saludaron efusivamente. Por la forma en que se produjo el saludo quedaba claro que no eran precisamente padre e hija. Hay que reconocer, a pesar de que en él me fijé mucho menos, que el hombre no estaba tampoco nada mal. Era evidente, sin embargo, que no había hecho el camino y que, simplemente la estaba esperando al final del viaje. Dejé de mirarlos mientras tomaban unas cervezas para dedicar un rato a la Quintana de Mortos.

Pero pasados unos minutos me llamó la atención un muchacho que se había quedado parado ante la mochila de la chica (ella simplemente la había dejado allí, en el escalón, como si fuera lo más natural del mundo). Luego, casi con ansia, repasó con gran atención todas las caras de ambas Quintanas. La buscaba, claro. Pero ella no estaba. Era obvio que no conocía al hombre maduro que, con una silla vacía al lado, bebía lentamente su cerveza, porque su mirada resbaló por su cara sin expresar ninguna emoción cuando le tocó el turno de ser reconocida. Un poco decepcionado por no encontrarla, cogió una flor amarilla de un ramo de xestas que llevaba prendido al cinturón y la dejó, delicadamente, encima de la mochila aparentemente sin dueño. Luego se bajó a la cola de peregrinos de la Quintana de Mortos que, poco a poco, se acercaban a la Puerta Santa.

Cuando la chica volvió, rápidamente se fijó en la flor sobre la mochila. Bajó los escalones, sacó una caja de su interior y guardó la flor. Luego, levantó la vista y lo vio muy cerca del final de la fila, ya formada la tercera vuelta. Corrió hacia él que se dio cuenta de inmediato. El abrazo, bajo la mirada del hombre mayor, en plena Quintana de Mortos fue de esos que sólo se ven en las películas de Hollywood. Conversaron un rato y la muchacha le señaló al bebedor de cerveza de la Quintana de Vivos. La despedida fue un beso protocolario, casi frío. Ella subió a la terraza y la pareja pronto desapareció por la Vía Sacra. Abajo, el muchacho, sólo, esperaba pacientemente para entrar. Eso fue todo. Podrá ser banal, triste, decepcionante, insulso. Lo único seguro es que fue algo real, verdadero. No he inventado ni una coma de la historia. Claro, falta por contar todo, porque yo sólo asistí al final. Intuía lo que había pasado en el camino, incluso la situación anterior. Cualquier día, a partir de este final, haré un guión para un vídeo.

El paisaje

Para aquellos de vosotros que me hayáis leído hasta aquí estoy seguro que, para bien o para mal, vuestra percepción de estas dos plazas ya nunca va a ser igual. Seguramente alguno o alguna, cuando visite la Catedral se va a acordar de este blog y de mí, y no creo que se resista a ver este espacio como algo indiferente (incluso es posible que se siente en la escalera, sencillamente a dejar pasar el tiempo). El paisaje de esta parte de Santiago ya nunca será el mismo para vosotros porque he manipulado vuestra percepción de la ciudad. He creado un paisaje que antes no existía. Y lo he hecho de dos maneras. La primera, estableciendo una analogía entre ambas Quintanas, las escaleras, la vida, la muerte y el tránsito de una a la otra. Se trata de una imagen cargada de simbolismo, de gran potencialidad. Y la segunda, intentando vuestra implicación emocional en este espacio. Para eso os he contado la historia de la chica de belleza imposible, el hombre maduro y el muchacho de la flor. Esta historia ha dejado de ser mía para ser también vuestra. A pasado a ser parte de nuestra memoria de la plaza. Nuestro paisaje de las dos Quintanas es ya distinto al del resto de turistas que suben y bajan las escaleras sin saber que pueden tener un significado no habitual.


De forma que he creado un paisaje nuevo sin mover una piedra, sin dibujar una línea. Porque el paisaje no es más que un acto perceptivo, que no depende tanto del objeto que se mira como del sujeto que mira. El paisaje está en la mirada. Lo he podido crear porque he conseguido separarme del mismo, observar y luego contarlo a alguien que me escucha (o que me lee). Es difícil de hacer esto sin implicarse en un rol activo como ciudadano. En realidad, el auténtico paisaje urbano casi sólo es posible para un turista. El habitante de la ciudad tiende a considerarlo más bien como un escenario en el que desarrolla su papel. Esta actitud de espectador es mucho más fácil de conseguir en el medio natural porque en este medio los urbanitas (la inmensa mayoría) nos sentimos siempre como turistas, como espectadores de un espectáculo en el que no estamos implicados.

Ya termino. Estas líneas las estoy escribiendo el 20 de septiembre después de haber terminado una clase en la EGAP (Escola Galega de Administración Pública), tomando un té con hielo desde la terraza del café bar “El Santiagués” en la Quintana de Mortos, mientras el tiempo transcurre lentamente a la espera de que llegue la hora de tomar el tren que me devolverá a Madrid. La “Berenguela” desgrana monótonamente los cuartos y luego, una tras otra, hasta seis campanadas. La pareja de la mesa que está a mi izquierda se levanta, sube las escaleras y desaparece Via Sacra arriba.


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