A veces, compartir percepciones crea paisajes comunes. Pero no siempre es necesaria esta comunicación. Ya os he contado en otras entradas del blog la relación que, en ocasiones, se establece entre determinados lugares y las vivencias personales. De forma que en la apreciación del paisaje intervienen de forma notoria procesos básicamente subjetivos que condicionan la contemplación de un sitio en especial. Lo más asombroso es que, en ocasiones, y a pesar del condicionamiento que producen estos procesos subjetivos, una multitud de personas esté de acuerdo en que aquel lugar “tiene algo especial”, “es mágico”, “es bello”, “emociona”. Según el teorema de Arrow es imposible definir la felicidad colectiva a partir de una colección de felicidades individuales, y sin embargo esta coincidencia de apreciaciones existe respecto a estos sitios, no solamente por parte de diferentes personas de distintas culturas sino también a lo largo de las generaciones. O en el transcurso del desarrollo personal de cada uno de nosotros.
La única explicación que puedo encontrar es que la potencia evocadora del lugar desencadena, ante su contemplación, emociones que se sobreponen a las biografías personales. Esto es lo que me parece que pasa, por ejemplo, con el Albaicín. Esta semana he estado en Granada en un curso de la Escuela Superior de Gobierno Local, que la Unión Iberoamericana de Municipalistas convoca cada año, y claro está, me dí un paseo por este barrio extraordinario. Se trata de una especie de rito que, regularmente, realizo cuando voy a Granada. Esta vez me costó trabajo porque llovía a mares y no apetecía demasiado salir del hotel y ponerse a caminar bajo el aguacero. Afortunadamente vencí la pereza porque a los cinco minutos la lluvia casi dejo de caer. De cualquier forma, o es que tengo muy mala suerte (o muy buena) o es que en Granada llueve más que en Santiago de Compostela, porque buena parte de las veces que he estado ha llovido (y he estado unas cuantas veces).
No conozco a casi nadie a quien no le parezca mágico este sitio. Normalmente el turista acude a Granada atraído por la fama de La Alhambra y el Generalife. Pero cuando se asoma al río desde la Alcazaba o desde la Torre del Peinador de la Reina y divisa la otra ladera de la vaguada del Darro se percata de que, en realidad, no ha visto Granada. Ascendiendo por la pendiente, el caserío apretado y retorcido, con los blancos de la cal iluminando los verdes de los cármenes, subiendo desde la calle Elvira hasta San Nicolás, parece gritar que es necesario completar la visita.
Desde el 15 de diciembre de 1994 el turista ya va más prevenido porque desde entonces el conjunto de “Alhambra, Generalife y Albaicín” ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y ya se sabe, es como cinco estrellas en la Guía Michelín. De forma que, convenientemente asesorados, los norteamericanos, japoneses, chilenos o alemanes, deciden internarse en el proceloso mar ignoto de callejas y callejones. Eso sí, provistos de los correspondientes planos (que pronto comprenden son parcialmente inútiles) y tratando de evitar algunas zonas como la Calderería por si los robos.
Un año tuve la suerte de estar alojado en uno de los cármenes, el Carmen de la Victoria que cuando fui era, en parte, residencia de profesores (supongo que ahora seguirá igual). En la época musulmana, cuando los cristianos llegaron a Granada, aquellos que eran más ricos, construyeron en el emplazamiento de algunas de las casas existentes una serie de palacetes con jardines cercados que los moriscos llamaron karm nombre que luego se transformó en carmen. De forma que las pequeñas plazas, las antiguas mezquitas transformadas en iglesias, las cuestas y calles retorcidas, las pequeñas casitas (algunas de las cuales aparecen rematadas con pequeños miradores o áticos) y los cármenes, constituyen el sustrato urbano de El Albaicín.
Sin embargo, mientras escribo comprendo que la descripción que estoy haciendo es incompleta. En realidad, lo que más me asombró cuando subí por primera vez por sus laderas fue la sensación de estar en un pueblo. Esa sensación de mi infancia que perdí cuando mi familia se trasladó a vivir a Madrid la reencontré en sus calles y en sus plazas. Pero sobre todo en sus habitantes. El hecho de encontrar un auténtico pueblo separado de la ciudad, pero en la ciudad, me resultó personalmente gratificante. Ahora estoy en la Plaza Larga y no hay prácticamente nadie. Los árboles y los bancos chorrean agua y tan sólo tres turistas canadienses jubilados, recubiertos por plásticos de todos los colores me acompañan en esta extraña soledad del barrio.
Aunque mire y vuelva a mirar una y otra vez La Alhambra desde cualquiera de los miradores del Albaicín no termino de cansarme de hacerlo. Ahora estoy en el de San Nicolás y los tonos grises de las nubes, los colores obscuros y brillantes de las piedras mojadas no dan fe de que aquello que tengo enfrente sea la colina roja. Me he olvidado la cámara de fotos en el hotel de forma no voy a tener más remedio que ilustrar esta entrada con vistas conseguidas en Internet. Es decir, con un sol esplendoroso y al atardecer que es cuando se hacen las fotos. Pero es lo mismo. Probablemente casi todos los españoles que me lean tendrán estas imágenes en su recuerdo y, para ellos, ni tan siquiera habría sido necesario añadir ilustraciones porque habrán procurado ir en un día soleado de invierno con algunas nubes en el cielo a eso de la caída del sol para ver la colina roja en todo su esplendor con el fondo nevado de la sierra.
En mi anterior visita a Granada, hace sólo unos meses, la situación era muy distinta. No llovía, hacía buen tiempo y el Albaicín estaba repleto de gente que, hasta el momento, no tenía asociada en mi mente con este barrio. Más o menos turistas ha habido siempre, pero pienso que ya forman parte sustancial de este paisaje urbano. Es gente, en general, que llega, consume algo y se va. Espectadores transitorios de los que sabemos podríamos borrar de nuestras fotos sin que pasara nada. Pero últimamente hay gente nueva. En mis tiempos los llamaríamos hippies (que por cierto, parece que es como les llaman los habitantes del barrio) que se dedican sobre todo a vivir su vida. Hippies, claro, los hay de todos tipos y no se puede generalizar. Pero es obvio que los habitantes tradicionales no lo eran. Además este cambio en la estructura social del barrio ha venido acompañada de signos inequívocos de degradación (aunque también siempre ha habido en el barrio una cierta dosis de degradación). Todos estos temas los están trabajando dos grupos de proyectos de la Escuela de Arquitectura de Granada de donde he sacado las cuatro fotografías que siguen.
Las pintadas en muchos lugares del Albaicín aparecen como algo ajeno a la cultura tradicional de pueblo. Lo mismo que la marginalidad urbana, la degradación del caserío o el fenómeno de los okupas. Es como si el pueblo que siempre ha sido se hubiera urbanizado de pronto. Porque los okupas o los hippies no se pueden borrar de la foto como los turistas. Han venido a quedarse (por lo menos una temporada). Ciertamente han rejuvenecido la envejecida pirámide de población del barrio pero para aquellos que creemos en la identidad cultural e histórica de los pueblos, en la necesidad de que existen cuando más culturas mejor, se trata de una pequeña catástrofe. Es verdad que mi mirada es exterior (para mí el Albaicín es un paisaje, no una escena urbana en la que tenga un rol diferente al de viajero) y que, posiblemente, sea una simple impresión. A lo mejor estoy equivocado.
Pero lo que más me asusta no es este cambio social que se está produciendo. Sino que las autoridades a golpe de dinero, de plan y de decreto, pretendan arreglarlo. Siempre que sucede algo así me echo a temblar. No es que ni tan siquiera insinúe que pueda tratarse de una operación especulativa, aunque el ochenta por ciento de las operaciones de rehabilitación y saneamiento de barrios y cascos lo sean. Es que está más que demostrado que, a menos que este tipo de reformas se hagan con un cuidado exquisito, siempre terminan con la población de toda la vida desplazada, con redes sociales que han tardado años en crearse desechas y con identidades culturales eliminadas para siempre.
Todo esto lo digo porque la Asociación de Vecinos del Bajo Albaicín y Ciudadanos por Granada están denunciando “la presión inmobiliaria y especulativa existente en la zona, la inseguridad, la suciedad, la falta de equipamientos y espacios públicos y el tráfico.” Asimismo se refieren a “la lamentable actitud de las administraciones que mantienen el patrimonio en condiciones precarias, año tras año, y día tras día, con pintadas que se extienden a monumentos de hace mil años, como el alminar de San José, las murallas de Granada, el palacio de Dalahorra, o cualquier otro monumento, fuente, o fachada del barrio”. También se refieren a las obras prometidas y nunca realizadas. Comprendo esta petición de actuación urgente pero, por las experiencias que conozco, recomendaría a las asociaciones de vecinos que se anduvieran con tiento y que conservaran en todo momento el control del proceso porque, en caso contrario, peligrará su supervivencia como vecinos de ese barrio ya que, probablemente, serán sustituidos no precisamente por hippies sino por personas de mayor capacidad económica.
Como muestra de algo que es real como la vida misma incluyo un comentario a la noticia anterior de otro diario correspondiente a un lector llamado Juan María que dice textualmente lo siguiente: “A mi madre los asustaviejas consiguieron echarla de la Calle Elvira, aunque como mal menor pudo obtener una indemnización en el juzgado. El mal mayor es la perdida de personalidad del Albaicín y sus barrios aledaños, donde la población tradicional ha sido expulsada en beneficio de extranjeros con nivel adquisitivo que conseguirán que a no mucho tardar el Albaicín se convierta algo parecido a Torre del Mar o a algunos pueblos alicantinos. El Albaicín se muere irremediablemente mientras sus vecinos de siempre siguen siendo expulsados por la especulación…” Otro llamado Miguel piensa que casi es mejor que no se haga nada: “Pues a mi me parece que el barrio esta como siempre ha estado, y es esa mezcla de decadencia y dejadez lo que lo hace único y especial. Mejor que no "actúen sobre el" y lo dejen tal y como está.”
Así las cosas casi prefiero que al Ayuntamiento no le concedan los diez millones de euros que ha solicitado a la Unión Europea para modernizar el barrio con tal de que no se cumpla el titular de la noticia de GranadaHoy.com: “El despegue del Albaicín pasa por la UE”, sin saber previamente en qué consiste este despegue. Porque el despegue suele consistir en que “salen disparados” los habitantes tradicionales siendo sustituidos por otros “de mayor capacidad adquisitiva”. A pesar de todo soy optimista y espero equivocarme en el análisis ya que mis apreciaciones son ciertamente externas y limitadas. Además, en cualquier caso, los lugares mágicos son capaces de sobrevivir a los especuladores, a los políticos, a los ricos y hasta a los propios hippies.