Durante unos días he estado recluido en la habitación de un hospital madrileño. Quien haya estado en esta situación ya puede comprender que no se trata de un sitio demasiado animado. Afortunadamente la habitación que me tocó en suerte tenía un enorme ventanal (casi toda la pared) desde el que se veía un panorama extraordinario de la Sierra de Madrid. De forma que la situación de poder observar desde la cama, el sofá o dando un paseo, semejante vista constituía la mejor terapia para alguien que ama el paisaje. La apreciación no era solamente mía. Todo el que se acercaba a visitarme (poca gente porque mis amigos ya saben que no me gustan las visitas cuando estoy enfermo) antes de decirme si tenía buen o mal aspecto, cómo me encontraba, etc., indefectiblemente hacían referencia a las maravillosas vistas. No es que tuviera celos de tan extraordinaria visión pero alguna vez, incluso llegué a cerrar las cortinas para que las visitas se fijaran en mi.
Además me ingresaron justamente después de las grandes nevadas que se produjeron en toda España y la verdad es que la Sierra estaba esplendorosa. Luego, la niebla, las nubes corriendo a toda velocidad, el sol… El espectáculo fue maravilloso (ya en casa, casi me están dando ganas de volver). Bien, el caso es que me pareció imprescindible “inmortalizar” la situación haciendo una serie de fotografías que me recordaran para siempre el espectáculo. Pero el resultado fue desconcertante. En realidad, la Sierra sí que se veía, pero era una parte bastante pequeña del fotograma (y eso que las fotos las hice desde la terraza y no desde el interior de la habitación) y, además, quedaba como “sepultada” bajo una masa de elementos artificiales que, en realidad, constituían la parte esencial de lo fotografiado.
Después de ver las fotos volví a mirar tras el cristal. Era evidente que ni yo, ni mi familia, ni las visitas, habíamos visto la realidad del panorama a través del gran ventanal de mi habitación. Habíamos visto lo que queríamos ver. Es decir, habíamos eliminado una parte importantísima de la “fotografía” para quedarnos sólo con la parte “agradable”. Porque aquello tenía tres planos, y sólo el plano lejano había sido objeto de nuestra consideración. Tanto el primer plano como el plano medio, sencillamente los habíamos despreciado. La razón estaba bastante clara y tiene que ver con algunas cuestiones perceptivas que me gustaría debatir un poco. Se trata, una vez más, de presupuestos básicos del paisajismo, sobre algunos de los cuales ya he escrito en entradas anteriores.
En realidad, si uno observa el primer plano puede decirse que la calidad arquitectónica no es muy evidente (¡). Se trata de una zona de servicios del hospital en la que se amontonan extractores, aparatos de aire acondicionado, tuberías de saneamiento y otros elementos de parecido interés y que se caracterizan, ante todo, por su belleza peculiar (lamento ser tan irónico pero, después de haberme percatado de que la vista de la Sierra iba acompañada indefectiblemente de este muestrario de instalaciones se me atragantó un poco). Pero este primer plano para la mayor parte de los espectadores del paisaje serrano sencillamente se obviaba.
Lo mismo se podría decir respecto al plano medio en el que se distinguían en una mezcla absolutamente anárquica y azarosa entre otros elementos igualmente bellos: un mástil de iluminación con, al menos 12 focos; una gran torre del tendido eléctrico con los cables correspondientes; la antena repetidora de móviles; un enorme anuncio de venta de un solar con sus vallas de cerramiento; las vías del tren; la M-40; decenas de báculos de iluminación; una parada de autobús; unos pocos árboles perdidos en el mar de “ruido” urbano.
Se podría decir que el acto perceptivo de apropiarse de un paisaje es propio de cada individuo pero tiene pautas comunes en todos los que lo observan. Sin estas pautas comunes la existencia del “paisajista” tal y como se entiende no tendría razón de ser. El descubrimiento de estas pautas comunes ante un paisaje es lo que se le pide al profesional. Una de ellas es, precisamente, el hecho de ver “sólo lo que se quiere ver”. Ello no quiere decir que el resto de la escena no quede grabada (por lo menos subconscientemente) en la memoria. El hecho de que a veces se vea sólo lo bello y otras sólo lo feo probablemente dependa de la circunstancia en la cual se encuentre el espectador. Aquellos que hayan leído otras entradas sobre paisaje en este blog ya conocen mi teoría sobre la necesidad de que el sujeto se ponga en actitud contemplativa ante el objeto para que se pueda decir que estamos ante un paisaje. Y que esto es lo que corrientemente sucede ante un paisaje de naturaleza.
Pero ya no lo es tanto ante un paisaje urbano en que el sujeto se encuentra más en el papel de actor. De los tres planos que componían el panorama que veía desde mi habitación, el primer plano era claramente arquitectónico, el plano medio urbano y el lejano de naturaleza. Respecto al primer plano era evidente que, tanto los visitantes como yo mismo lo considerábamos como escenario donde se desarrollaba un rol: el mío como enfermo y el suyo como visitante de enfermo. El segundo tenía casi las mismas características lo que implicaba que se veía como el sitio donde se desarrollaba el rol ciudadano, y sólo el tercero se consideraba como paisaje. Por eso todos hablábamos del maravilloso paisaje que se veía desde mi habitación. Es que, tanto el primer plano como el medio, no los considerábamos como formando parte del mismo. Eran sencillamente escenarios más o menos adecuados para desarrollar nuestros roles ciudadanos en los que la belleza tenía un puesto secundario. Puesto que sobre el plano lejano había poco que decir (aparte de su belleza y otras consideraciones paisajísticas ya muy estudiadas y sabidas) me centré en el análisis de los planos cercano y medio. La pregunta sería ¿por qué en estos casos la vista se entiende como un escenario urbano y no como un paisaje urbano? Dicho de otra manera ¿por qué el sujeto se pone en actitud de actuar (desarrollar un rol) y no de contemplar (desarrollar el rol específico de admirar estéticamente una porción del territorio)?
Lo que voy a decir ahora es, sencillamente, una intuición, una hipótesis de trabajo que habría que demostrar pero que, probablemente explicaría, por lo menos, este caso. La respuesta podría ser que, ante un encuadre urbano o arquitectónico normalmente el ciudadano (un urbanita en un tanto por ciento muy elevado de casos) tiende a ponerse en actitud de actuar. Es decir, que el encuadre se ve como el escenario donde actúa normalmente. Sólo tiende a ponerse en actitud de contemplar si ese escenario le resulta muy desconocido (y, por tanto, ajeno) y, además, bello. Los escenarios ajenos y feos no tienden a verse como paisajes (es decir, el sujeto no se pone en actitud contemplativa ante ellos) sino como escenarios de inseguridad o de indiferencia para desarrollar su papel ciudadano.
Ante un territorio urbano el paisajista (aparentemente) debería considerar dos aspectos: la adecuación de ese territorio para desarrollar eficientemente el rol ciudadano del sujeto y su embellecimiento para que pudiera plantear su contemplación como paisaje. Tradicionalmente ambos aspectos han correspondido a profesiones distintas: el primero a los planificadores, urbanistas, ingenieros y diseñadores urbanos; y el segundo a los paisajistas. Pienso que no debería ser así por múltiples razones que, algún día, trataré de explicitar en otra entrada del blog. Pero el hecho real es que suele suceder de esta manera. Probablemente la excepción sea el campo del diseño urbano, normalmente en manos de arquitectos (a los que suelen mover, además de la eficacia y la eficiencia, la belleza) que normalmente intentan, aunque no siempre de forma explícita, aunar ambos aspectos, escenario y paisaje, en un único proyecto.
La diferencia, por tanto, entre el paisaje de la naturaleza y el paisaje urbano es muy importante pero no tanta como puede parecer. Depende, esencialmente, del sujeto perceptivo. Porque el sujeto perceptivo del paisaje de naturaleza también puede considerarlo como un escenario donde desarrolla su rol (de agricultor o ganadero, por ejemplo, pero también de alpinista o promotor turístico) en cuyo caso su actitud ante el mismo no es precisamente contemplativa. A lo largo de este blog se puede ver mi interés por planteamientos paisajísticos a través del sujeto más que desde el objeto, porque entiendo que esta es la forma genuina de enfrentarse al tema por parte de un paisajista. Ello no quiere decir que se deba de despreciar al objeto (al contrario). Pero el campo de estudio del objeto debería estar más centrado, probablemente, en otras profesiones que lo analizan más particularmente. Por ejemplo, en el caso de la naturaleza: ecólogos, biólogos, naturalistas, ingenieros de montes o agrícolas. Y en el caso de la ciudad: planificadores, arquitectos, urbanistas, gestores o ingenieros. La realidad, naturaleza o ciudad, es compleja y global y los acercamientos parciales a la misma deberían ser sustituidos por otros de carácter más holístico e interdisciplinar para no cometer errores, muchas veces, irreparables.