Aunque voy a escribir de forma desordenada (probablemente influenciado por la forma de vivir que tiene el protagonista sin nombre de la trilogía de Eduardo Mendoza que comienza con La cripta embrujada) lo único que tengo claro es que voy a empezar por Muriel Barbery. Hace un par de años ya leí (en papel) La elegancia del erizo. Desde entonces me rondaba en la cabeza la idea de escribir algo sobre esta novela tan singular. Cuando hablamos de paisaje por supuesto que hablamos de belleza. Y cuando hablamos de arquitectura. O del arte, o de la vida. Y este es un libro bello, que habla de belleza, de cultura, de sensibilidad. De esas cosas tan menospreciadas y devaluadas por la televisión en general y por Tele5 en particular. Y es que, entre los muchos libros que han caído en mis manos estos días, me he tropezado con Rapsodia Gourmet (en digital). Rapsodia Gourment, curiosa traducción de Une Gourmandise, se ha publicado por Seix Barral aprovechando el tremendo éxito de La elegancia del erizo, pero a mí me ha decepcionado. Es verdad que, en general, las cuestiones gastronómicas no me van demasiado, pero el tema es suculento: la búsqueda, en los últimos días de su vida de un reputado gastrónomo, de un sabor único, de aquel sabor que le hizo feliz un día. Y el libro habla de cultura, por supuesto. Es decir, el libro habla de paisaje, de belleza.
Y de otras cosas. No quiero destripar el final, de forma que tan sólo voy a reproducir unas líneas cuando descubre ese sabor que buscaba: “¿Cómo puede uno traicionarse a sí mismo hasta ese punto? ¿Qué corrupción más profunda aún que la del poder nos conduce así a negar la evidencia de nuestro placer, a maldecir lo que nos ha gustado, a deformar hasta ese punto nuestro gusto?” Pero, una vez comparados ambos, Une Gourmandise es como un aperitivo de La elegancia del erizo. Renée, la portera del número siete de la calle Grenelle (que también aparece en Une Gourmandise), es una portera singular: le gusta el arte y la filosofía. Pero, claro, tiene que disimularlo si quiere ser una portera como es debido. Para conseguirlo recurre a todo tipo de trucos como instalar un mecanismo que funciona por infrarrojos que le avisa de cuando alguien cruza el vestíbulo para que parezca que está extasiada ante el televisor: “Como no es muy frecuente que una portera disfrute con Muerte en Venecia, y que de la portería provengan notas de Mahler, recurrí a los ahorros conyugales, con tanto esfuerzo reunidos, y adquirí otro aparato que instalé en mi escondrijo. Mientras, garante de mi clandestinidad, el televisor de la portería berreaba sin que yo lo oyera insensateces para cerebros poco o nada refinados, yo podía extasiarme, con lágrimas en los ojos, ante los milagros del Arte”.
Pero el número siete de la calle Grenelle da para mucho. Está también Paloma, una niña de doce años de una inteligencia extraordinaria, que se encarga, junto con Renée, de contar la historia. Y la variada fauna y flora del edificio (incluido un japonés porque la alusiones a esta cultura son constantes) que me recuerdan, en cierta medida, a La vida, instrucciones de uso de Georges Perec que narra la historia de un edificio a través de sus personajes. Aunque no sea tan coral como en el caso de Perec (ni tan arquitectónica, ni tan difícil) es una obra muy francesa. En algunos sitios se la ha tachado de pedante y elitista, pero el humor con que está escrita la pone a salvo de estas acusaciones. Además, dada la ramplonería que nos invade en casi todas las actividades de la vida cotidiana, empiezo a pensar si el problema no estará en la excesiva banalización que está produciendo, precisamente, en el núcleo intelectual que siempre va por delante tirando de la sociedad (nunca se sabe si en la buena dirección). Es obvio que, en términos de media aritmética, la “cultura” de la sociedad actual es mucho más elevada que, por ejemplo, la de hace cuarenta años. Pero no me atrevería a decir lo mismo de la parte más elitista de la misma. Probablemente no sólo haya disminuido su número de integrantes, sino también la calidad de sus planteamientos y respuestas. Esto es muy evidente, por ejemplo, en el caso de las vanguardias.
La propuesta de belleza que se hace en el libro aparece claramente definida cuando escribe: “Aparte del amor, la amistad y la belleza del Arte, no veo gran cosa que pueda alimentar la vida humana… / … Bueno, cuando digo el Arte, tengo que aclarar a qué me refiero: no estoy hablando sólo de las grandes obras de los maestros. Ni siquiera por Vermeer le tengo apego a la vida. Su obra es sublime pero está muerta. No, yo me refiero a la belleza en el mundo, a lo que puede elevarnos en el movimiento de la vida”. Las relaciones entre lo intelectual, lo banal, la belleza, la cultura se plantean sutilmente en este libro. También algunas perversiones (este párrafo va dedicado a mis alumnos de doctorado): “Es sideral, embriagador como un mal vino y sobre todo muy revelador acerca del funcionamiento de la Universidad: si quieres hacer carrera, coge un texto marginal y exótico (la Suma de lógica de Guillermo de Ockham) todavía poco explorado, insulta su sentido literal buscando en él una intención que el propio autor no había visto (pues todo el mundo sabe que la inconsciencia en materia de concepto es mucho más poderosa que todos los designios conscientes), defórmala hasta el punto de que parezca una tesis original (es el poder absoluto de Dios, que funda un análisis lógico cuyas repercusiones filosóficas se pasan por alto), quema al hacerlo todos tus iconos (el ateísmo, la fe en la Razón contra la razón de la fe, el amor por la sabiduría y otras fruslerías que tanto gustan a los socialistas), dedica un año de tu vida a este jueguecito indigno a expensas de una colectividad a la que sacas de la cama a las siete y envíale un mensajero a tu director de investigación”.
Para compensar un poco también leí, y releí en digital lo que ya había leído en analógico, El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras. Así, seguidos, empachándome de Eduardo Mendoza hasta las cejas (estoy terminando Riña de gatos para completar la faena). Aunque lo normal es descubrir a Eduardo Mendoza a partir de la cripta embrujada en mi caso (anómalo) fue a partir de una obra maestra del humor: Sin noticias de Gurb. Todavía hoy, después de releerlo tantas veces que casi me lo se de memoria, una dosis de dos o tres pastillas de Gurb es mano de santo para algunas de las situaciones melancólicas en las que me encuentro últimamente. Pero decía que, para compensar tanta belleza, cultura y elitismo, una inmersión en “la purria” es lo más adecuado: “Que no soy rico, a la vista está, pero tampoco soy un indigente ni un proletario ni un estoico miembro de la quejumbrosa clase media. Por derecho de nacimiento pertenezco a lo que se suele denominar la purria. Somos un grupo numeroso, discreto, muy firme en nuestra falta de convicciones. Con nuestro trabajo callado y constante contribuimos al estancamiento de la sociedad, los grandes cambios históricos nos resbalan, no queremos figurar y no aspirarnos al reconocimiento ni al respeto de nuestros superiores, ni siquiera al de nuestros iguales. No poseemos rasgos distintivos, somos expertos en el arte de la rutina y la chapuza. Y si bien estamos dispuestos a afrontar riesgos y penas por resolver nuestras mezquinas necesidades y para seguir los dictados de nuestros instintos, resistimos bien las tentaciones del demonio, del mundo y de la lógica. En resumen, queremos que nos dejen en paz. Y como no creo que después de esta exposición haya coloquio, me marcho a mi casa, a descansar. Si vuelven a detenerme, no hace falta que me envíe a su abogado. Tampoco hace falta que me acompañe a la puerta, yo solo encontraré el camino” (La aventura del tocador de señoras, Seix Barral, Barcelona, 2001).
Pero no vayáis a creer que, por pertenecer a la purria, el innominado protagonista de la trilogía no tiene opiniones, chocantes por lo demás, respecto a algunos de los temas que tocan la fibra sensible de este blog. En un párrafo memorable de este mismo libro describe el paisaje desde el tren que me evita hacer lo dije que iba a hacer cualquier día para sustituir una de mis clases de paisaje. A saber, ir pertrechado de mi Sony con batería suficiente para filmar en una única toma todo lo que se ve por la ventanilla del cercanías en el recorrido entre Parla y Atocha, que hace puntual y eficientemente el tren de la línea C4, y luego proyectarla en clase de una sola tacada. Debo decir que los interiores son muy distintos. Es decir, que lo que se ve por la ventanilla se diferencia notablemente de lo que se ve por dentro. Por dentro todo es salubridad, eficiencia y prevención del delito (por ejemplo, los vagones ya no tienen puertas entre uno y otro sino que se ensartan mediante fuelles de forma que se ve todo el interior, desde la cabeza a la cola). También hay gente. Y ahí vamos mezclados, clases medias, proletarios (todavía quedan algunos), funcionarios, mujeres, algunos distinguidos miembros de la purria, negros, seguratas, “payoponis”, entes anómalos como yo mismo que me puedo incluir en casi todos los tipos anteriores e, incluso, algún drogodependiente que suele bajarse en Villaverde (Alto o Bajo).
Tren de cercanías decorado a tono con el entorno (positivos.com)
Pero bueno, con la descripción del paisaje interior se me ha ido el santo al cielo. Veamos el relato del protagonista de La aventura del tocador de señoras (he de advertir que la diferencia más apreciable entre la C4 y el recorrido descrito a continuación, a pesar de los intentos de algunos dirigentes madrileños, es la no existencia de mar, y por tanto de playa, en el caso de Madrid): “Y así, recostado contra la puerta y arrullado por esta filosofía, me quedé dormido mientras el tren circulaba por el subsuelo de la ciudad. Me despertó la luz del día al salir el tren del túnel. Ivet seguía en su asiento, enfrascada en la lectura del periódico. En el cristal vi transcurrir el paisaje sobre la transparencia de mi cara mustia. El tren circulaba junto a un muro corrido de unos dos metros de altura, totalmente cubierto de graffiti de colores. Detrás del muro se veían almacenes de ladrillo rojo, vacíos y desvencijados. Las paredes de estos almacenes también estaban cubiertas de graffiti. No había un palmo de pared sin graffiti. Ponderé con respeto la diligencia y constancia de una generación dedicada a pintarrajear todo el trayecto de Gibraltar a la frontera. En la suave cadena de montículos, bloques de viviendas destinados a la cría del pobrete violentaban el horizonte. En todas las ventanas había ropa tendida. Al cabo de un rato avistamos el mar. Como el cielo seguía opaco, en la playa no había nadie. Aparté la vista, porque el mar me deprime. La montaña también. En general me deprime el paisajismo. Todo lo que está a más de diez metros de distancia me produce desasosiego. Por suerte, al otro lado de la vía discurría la carretera y, más allá, la autopista. Con esto me distraje un poco. Los almacenes vacíos dejaron paso a desmontes y pilas de detritus. Luego fueron apareciendo urbanizaciones y centros comerciales entre espacios verdes. Unas veces había grandes bloques de apartamentos, todos iguales, otras veces, casitas bajas, también iguales, dispuestas en forma lineal o caprichosa, como si la organización general del territorio se hubiera ajustado a varios planes, todos distintos entre sí, todos malos y todos dejados a medio hacer. En los trozos no construidos, donde antes había habido huertos en bancales con higueras y almendros y una carretera sinuosa que subía por la ladera hasta llegar a una torre vigía o una ermita, ahora había césped, palmeras, pozuelos de alabastro y riegos de aspersión, en un intento de convertir aquel otrora honesto paraje suburbano en una California de segunda mano”.
Contraste con el magnifico aspecto interior (El economista)
Por si alguien ha tenido la tentación de no leer el párrafo anterior por el hecho de estar entrecomillado y en otro color, he de decirle que se ha perdido una genial descripción de la periferia metropolitana, que incluye: a) el arte en las calles; b) un alegato paisajista; c) otro relativo a la ordenación del territorio y el urbanismo; c) la explicación de la existencia de enanitos, cisnes y búhos en alabastro en los jardines y cierres de los adosados. De todas formas se trata de una opinión (muy respetable, eso sí) de uno de los miembros de la purria. Habría que confrontarla con la del resto de la variada fauna que puebla los salubrizados vagones de nuestros queridos cercanías actuales. Bien, dije que iba a escribir un artículo corto pero la verdad es que ya me he ido a los cuatro folios y tengo que cortar. No puedo contaros ya nada de Vargas Llosa, Lorenzo Silva Manuel Rivas o Umberto Eco. Respecto a este último no era para relatar nada sobre El Cementerio de Praga que pienso leer en estos días, sino sobre La estructura ausente (lo había leído en analógico allá por la prehistoria y ahora me lo he reencontrado en digital) que me ha transportado al recuerdo de la semiología, la semiótica, los happening de los años sesenta, la teoría de la comunicación y otras yerbas que, al parecer, no han servido para nada.
Umberto Eco, catedrático de semiótica en Bolonia (Disonancias)
La lectura de La estructura ausente es fundamental para aquellos que tratan, de alguna forma con el arte y la belleza. En concreto, la sección C dedicada a “La función y el signo” debería ser de lectura obligatoria para todos los estudiantes de arquitectura. Aunque se discrepe de sus planteamientos, hay que conocerlo. Pero su lectura, otra vez después de tantos años, también me ha reafirmado en la necesidad de que los grupos más críticos y avanzados de la sociedad, los que están en la vanguardia del pensamiento, recuperen la iniciativa que han perdido como la tuvieron en momentos claves de la historia y en situaciones complicadas. Y para eso es imprescindible recurrir a otros medios distintos a los tradicionales. La Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes ya no se podrán producir más de la misma forma. Ayer Paloma me recomendó que leyera un artículo que Fernando Vallespín publicaba en El País en relación a la desaparición de CNN+. El artículo termina así: “Tampoco cabe confiar demasiado en el sistema educativo como factor de resistencia y como esperanza en un cambio de tendencia. Entre otras cosas porque hoy los valores, el conocimiento y la visión general de la realidad nos los transmiten sobre todo los medios de comunicación. El papel de la educación sigue siendo central, pero no debe ser nada fácil para los educadores competir con un mundo en el que aquello que enseñan a sus alumnos y se supone importante apenas tiene después algún reflejo en el espacio público más amplio. Ocurre más bien al revés: aquello de lo que allí se empapan, de lo que allí consumen, condiciona después su rendimiento escolar. La distracción acaba predominando también aquí sobre el esfuerzo, el esfuerzo de pensar. Y la creación de individuos autónomos y críticos con capacidad para resistirse a las pulsiones de la masa se convierte en un recurso más escaso cada vez”. No se podría decir con mayor claridad.
Ya termino. Poco antes de empezar este período de vacaciones estuve con mi amigo Luis Andrés Orive. Luis, que me conoce bastante bien, me trajo un regalo: un libro, claro. El libro se llama Valoración del Paisaje Natural y sus autores Antonio López Lillo y Ángel Ramos. Aún aquellos con conocimientos elementales de paisaje probablemente hayan oído hablar de Ángel Ramos que fue un verdadero pionero en España en temas relativos a la protección del paisaje y del medio natural. El libro, cuyo original es casi imposible de encontrar, es una excelente reedición del publicado en el año 1969 por la sección de publicaciones de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Montes de Madrid. Aunque Ángel Ramos falleció en el año 1998, el coautor Antonio López Lillo es uno de los que se encargan de la presentación de esta reedición. En esta presentación se puede leer: “En el libro se habla de paisaje natural, concepto que se maneja con gran frecuencia, espontaneidad y familiaridad, aunque lo más correcto sería denominarlo paisaje natural humanizado. Se trataba de compaginar la realidad natural y la realidad humana, pues muchas veces el paisaje se ha objetivado en exceso perdiendo su verdadera dimensión, sin considerar que la interpretación estética de lo que se contempla es subjetiva”. Cualquiera que haya leído este blog sabrá hasta que punto suscribo estas palabras.
En el texto hay propuestas que hoy nos pueden parecer normales pero que, entonces, eran bastante innovadoras. Incluso otras, como la diferencia entre medio y ambiente, que hoy con la equiparación de ambos términos (que, en la práctica, los hacen equivalentes lo que supone una tautología) no dejan de resultar interesantes. Por ejemplo, la consideración de su propuesta posibilitaría que se pudiera hablar de medio ambiente: “Los seres vivos se mueven en un medio físico, real, de características determinadas, que no es percibido ni experimentado en su totalidad ni de la misma manera ni en la misma cantidad por cada sujeto sensible. La porción perceptible y operante del medio real constituye el ambiente propio de cada ser vivo”. El libro no se circunscribe a la naturaleza “virgen”. Trata de la ciudad, del paisaje rural y, sobre todo, del árbol. Pienso que, independientemente de las posturas de cada cual ante la vida, de las ideologías, o de la distinta forma de pensar, hay que reconocer a los que innovan, a los que apuestan por avanzar (a los inteligentes) su valía. Y Ángel Ramos ha sido una persona valiosa para el paisaje en este país. El libro, magníficamente reeditado por la editorial Abada, a cuyos responsables también hay que reconocerles el valor de dedicarse a estas cosas, reproduce exactamente la edición de 1969 exceptuando la segunda parte que llevaba por título “Cuadros descriptivos y de aplicación de las especies”. Se trata ya de un clásico en estos temas cuyo conocimiento es necesario. Recomiendo su lectura, no sólo a mis alumnos de paisaje, sino a cualquiera interesado porque (a diferencia de La estructura ausente) su lectura es asequible a todos, incluso a los no especialistas.
López Lillo, Antonio y Ramos, Ángel: Valoración del Paisaje Natural, Editorial Abada, Serie Lecturas de Paisaje, Madrid, 2010
ISBN 978 84 96775 86 2
Depósito Legal M-28609-2010
Se incluyen presentaciones del propio Antonio López Lillo, Jesús Casas Grande, María Jesús Rodríguez de Sancho y José Jiménez García-Herrera.
ISBN 978 84 96775 86 2
Depósito Legal M-28609-2010
Se incluyen presentaciones del propio Antonio López Lillo, Jesús Casas Grande, María Jesús Rodríguez de Sancho y José Jiménez García-Herrera.