Leyendo a Cortázar (II)
Ya convenientemente preparados con la lectura previa de “Lucas, sus largas marchas” es el momento de leer otro cuento del mismo libro (Un tal Lucas, 1979). El relato se llama "Lucas y sus meditaciones ecológicas", y está muy relacionado con un montón de temas a los que llevo dando vueltas como en un círculo infernal desde hace más de veinte años.
¡Qué lindo es el campo...! (mejor: ¡qué lindas las fotos del campo!) abc
"En esta época de retorno desmelenado y turístico a la Naturaleza, en que los ciudadanos miran la vida de campo como Rousseau miraba al buen salvaje, me solidarizo más que nunca con: a) Max Jacob, que en respuesta a una invitación para pasar el fin de semana en el campo, dijo entre estupefacto y aterrado: «¿El campo, ese lugar donde los pollos se pasean crudos?»; b) el doctor Johnson, que en mitad de una excursión al parque de Greenwich, expresó enérgicamente su preferencia por Fleet Street; c) Baudelaire, que llevó el amor de lo artificial hasta la noción misma de paraíso.
Un paisaje, un paseo por el bosque, un chapuzón en una cascada, un camino entre las rocas, sólo pueden colmarnos estéticamente si tenemos asegurado el retorno a casa o al hotel, la ducha lustral, la cena y el vino, la charla de sobremesa, el libro o los papeles, el erotismo que todo lo resume y lo recomienza. Desconfío de los admiradores de la naturaleza que cada tanto se bajan del auto para contemplar el panorama y dar cinco o seis saltos entre las peñas; en cuanto a los otros, esos boy-scouts vitalicios que suelen errabundear bajo enormes mochilas y barbas desaforadas, sus reacciones son sobre todo monosilábicas o exclamatorias; todo parece consistir en quedarse una y otra vez como estúpidos delante de una colina o una puesta de sol que son las cosas más repetidas imaginables.
Los civilizados mienten cuando caen en el deliquio bucólico; si les falta el scotch on the rocks a las siete y media de la tarde, maldecirán el minuto en que abandonaron su casa para venir atardecer tábanos, insolaciones y espinas; en cuanto a los más próximos a la naturaleza, son tan estúpidos como ella. Un libro, una comedia, una sonata, no necesitan regreso ni ducha; es allí donde nos alcanzamos por todo lo alto, donde somos lo más que podemos ser. Lo que busca el intelectual o el artista que se refugia en la campaña es tranquilidad, lechuga fresca y aire oxigenado; con la naturaleza rodeándolo por todos lados, él lee o pinta o escribe en la perfecta luz de una habitación bien orientada; si sale de paseo o se asoma a mirar los animales o las nubes, es porque se ha fatigado de su trabajo o de su ocio.
No se fíe, che, de la contemplación absorta de un tulipán cuando el contemplador es un intelectual. Lo que hay allí es tulipán + distracción, o tulipán + meditación (casi nunca sobre el tulipán). Nunca encontrará un escenario natural que resista más de cinco minutos a una contemplación ahincada, y en cambio sentirá abolirse el tiempo en la lectura de Teócrito o de Keats, sobre todo en los pasajes donde aparecen escenarios naturales. Sí, Max Jacob tenía razón: los pollos, cocidos".
A aquellos que me conozcan les sonará la moraleja del cuento de Cortázar (por favor, espero que se entienda la carga irónica del texto y la referencia a las moralejas que hice en la entrada anterior al recordar a Víctor d’Ors) y a los que no, les ayudará el saber que ya hace muchos años que vengo pidiendo para amplias áreas del territorio la categoría de territorio “sin uso”. Ni el forestal, ni el turístico, ni el de esparcimiento, ningún uso que tenga que ver ni remotamente con su antropización. Ya hace más de diez años (¡cómo pasa el tiempo!) en la Introducción de mi libro La Ciudad y el Medio Natural escribía los párrafos que siguen.
Es imprescindible terminar con la propaganda ecológica, o cambiar su sentido. Lo que desde hace algunos años vengo llamando la paradoja ecológica, viene viciando de raíz y desde el movimiento de la ciudad jardín, los ideales de vida de la población occidental. Las necesidades de consumo de naturaleza son tales que ahora ya nadie se conforma con vivir en los centros históricos de las ciudades, donde en los reducidos pisos el urbanita tenía una relación muy lejana con “el campo”. Una maceta de geranios en la ventana y una jaula con un jilguero en el patio de luces. Ahora, como mínimo, necesita un adosado con mini-parcela a 20 ó 30 kilómetros del centro, un 4x4 con el cual llega a los más remotos lugares (entre los que se encuentra su mini-parcela), y una colección en 20 tomos sobre especies protegidas (¡cuánto árbol sacrificado en aras de la salvación de la Naturaleza!). De esta forma, su gran simpatía por el medio ambiente le convierte en el máximo depredador de ese medio.
Habría que volver a las propuestas de Ortega para quien la técnica es la esencia del hombre. La lectura de su ensayo Meditación de la Técnica puede conducir a una visión distinta de las relaciones del hombre con la naturaleza. En realidad se trata de la transcripción de un curso que impartió en el año 1933 en la Universidad de verano de Santander (el año de la inauguración de sus célebres cursos de verano). El curso empieza así: "Sin la técnica el hombre no existiría ni habría existido nunca". Y más adelante afirma:
"La técnica es lo contrario de la adaptación del sujeto al medio, puesto que es la adaptación del medio al sujeto. Ya esto bastaría para hacernos sospechar que se trata de un movimiento en dirección inversa a todos los biológicos. Esta reacción contra su entorno, este no resignarse contentándose con lo que el mundo es, es lo específico del hombre. Por eso, aun estudiado zoológicamente, se reconoce su presencia cuando se encuentra la naturaleza deformada; por ejemplo, cuando se encuentran piedras labradas, con pulimento o sin él, es decir, utensilios. Un hombre sin técnica, es decir, sin reacción contra el medio, no es un hombre".
Por supuesto que este pensamiento, como muchos otros de Ortega tiene una carga polémica muy fuerte y precisaría de vivas discusiones. Ahí radica precisamente una de sus mayores virtudes. En cualquier caso esta visión habría que contraponerla directamente a la “falsa ecología” publicitaria. Quizás un análisis conjunto de ambas posturas ayudara a clarificar no pocos problemas que, en el fondo, sustentan posturas simplemente egoístas.
La esencia de lo urbano, hasta hace muy pocos años, ha consistido, sencillamente, en la deliberada separación de la Humanidad respecto a la Naturaleza para recluirse en ciudades. Es decir, en pequeños territorios limitados en los que imponía un orden diferente al natural y que podía, en mayor o menor medida, controlar. Y la esencia de lo humano, la técnica (y la ciudad como uno de los artilugios técnicos más elaborados) necesita del contraste con el medio natural para poder afirmarlo como tal. En el momento actual, con graves problemas para conseguir esta afirmación debido a la práctica desaparición de la Naturaleza, probablemente sea necesario reconsiderar la cuestión de los limites espaciales de la urbanización esperando que no sea demasiado tarde. En definitiva, como decía Cortázar al terminar el cuento de hoy, y de una forma un tanto brutal: Sí, Max Jacob tenía razón: los pollos, cocidos.