lunes, 14 de marzo de 2011

La naturaleza en la ciudad

En el primer número de la nueva etapa de la revista URBAN (una de las publicaciones que actualmente edita el departamento de Urbanística y Ordenación del Territorio de la UPM en el que desarrollo mi actividad docente regular) puede leerse un artículo de Erik Swyngedouw que se titula “¡La naturaleza no existe! La sostenibilidad como síntoma de una planificación despolitizada”. El artículo no tiene desperdicio y recomiendo que lo leáis. Prometo además que escribiré otro día acerca de nuestras publicaciones, porque pienso que tienen bastante interés para los lectores de este blog (aunque tengo que esperar a salga el primer número de Urban-e, que se resiste). Pero hoy, sencillamente me refiero a este artículo concreto para decir que, a pesar del sugerente título del mismo me he atrevido a titular el mío como lo he titulado. Y no es para crear controversia, sino porque ya hace años que en los programas de algunas de las asignaturas que imparto figura así. Y, además, me gusta. Pero no voy a entrar en si existe la naturaleza o no. En si se trata en realidad de una metáfora. O si es el “opio del pueblo” o una construcción mental útil para entender la realidad. Simplemente voy a dar por hecho que en la ciudad, además de cemento, baldosas hidráulicas, edificios de ladrillo, asfalto, contaminación y personas, existen árboles, zonas verdes, ratas, cucarachas, mirlos, gorriones y algún geranio (de los que han conseguido resistir la última plaga) plantado en una maceta. Bueno, también algo de césped, suelo sin cementar, y ahora mismo un montón de obras porque se acercan las elecciones municipales.

La naturaleza no existe, pero a veces tiene una
notable capacidad de respuesta
(Relatividad.es)

Casi desde el mismo momento en que se inventó la ciudad surgió la necesidad de introducir en ella árboles, vegetación, flores, animales. Pero no cualquier elemento natural, sino una naturaleza (esa cosa que no existe, simple metáfora de la realidad) controlada y antropizada. No me canso de repetir que la ciudad es entendida en casi todas las definiciones tradicionales como algo distinto “al campo”. La importancia que a lo largo de los años la Humanidad ha concedido a esta identificación se concreta en el cuidado que ha tenido a la hora de fijar físicamente esta separación. En los ritos fundacionales de la ciudad, el sulcus primigenius, la línea que señalaba el recinto urbano, era tan importante que los muros construidos siguiéndola eran sagrados. Esta fundación inicial nacía con vocación de mantenimiento, de permanencia a lo largo de muchos años. Muros, murallas, cercas o fosos, establecían un límite que iba a permitir conocer de forma inequívoca que partes del territorio estaban ordenadas de forma antrópica. Los ciudadanos manipulaban el espacio para dar lugar a una organización distinta y mucho más controlada de las pequeñas porciones de territorio que abarcaba el recinto de la ciudad. Es decir, a estructuras urbanas. Esta manipulación no era, inicialmente, gratuita, sino que respondía a motivaciones más o menos conscientes. Para la sociedad urbana se trataba de convertir un espacio “natural” (¿tendré que empezar a poner comillas a partir de ahora?, me reconcome la duda) cuyo comportamiento le resultaba difícil de predecir, en un medio mucho más aprensible y que generara un espacio de mínima incertidumbre.

La fundación de Roma, el sulcus primigenius, sala Capitolina
Fresco del Caballero de Arpino, Roma
(Treinta Días)

Pero esta radical diferenciación respecto a la naturaleza (lo siento pero voy a obviar el artículo de Swyngedouw y continuaré como si no lo hubiera leído) implicaba, paradójicamente, una necesidad bastante acuciante de la misma. Y esta necesidad ha ido aumentando al aumentar el tamaño de la ciudad y distanciarse de lo que, genéricamente, podíamos llamar “el campo”. La naturaleza está presente en las ciudades a lo largo de toda su historia, principalmente a través de jardines, huertos, o como fondo escénico. Pero también en otras formas menos paisajísticas: terremotos, riadas, frío, calor. En la Edad Media, los espacios agrícolas circundantes eran imprescindibles para el abastecimiento de la población urbana e incluso una parte del recinto intramuros eran parcelas cultivadas. En el barroco alcanzan su máximo esplendor los paseos arbolados, con claros fines escenográficos, y las grandes áreas ajardinadas. Pero es a lo largo del siglo XIX cuando nace el concepto de parque público, y Joseph Paxton, en 1843, proyecta un "parque público de la comunidad" que tenía una extensión de unas 50 hectáreas. En la actualidad las reservas de zonas verdes urbanas están reguladas y son cesiones obligatorias en cualquier nuevo desarrollo residencial estando consideradas, más o menos, como lo que en urbanismo se llama equipamiento. De tal forma que la historia de la urbanización está salpicada de intentos de introducir la naturaleza en las ciudades. Desde los jardines de Babilonia a las formas de disposición de los espacios que favorezcan un mayor contacto con elementos menos antrópicos como la Ciudad Lineal.

Paxton y Fox, “The Great Exhibition in Hyde Park”, 1851 (DISE1014)

El espacio urbano está sometido a una gran cantidad de ruidos y contaminación que reducen la presencia de la flora y la fauna en él. Normalmente la contaminación hace disminuir la vitalidad, acelera la vejez, aminora la biomasa y altera la capacidad reproductora de las especies vegetales y animales. La evolución de la ciudad como paisaje cultural densamente edificado, conlleva la destrucción de los ecosistemas naturales (¿existen los ecosistemas urbanos?) y la desaparición total de la vegetación autóctona. Incluso en los espacios libres y zonas verdes las especies autóctonas son sustituidas por otra vegetación planificada, por plantas ornamentales no propias del lugar y por aquellas otras que son capaces de resistir el ambiente agresivo de la ciudad. No se trata aquí de justificar la necesidad de algo “que no existe” (me estoy refiriendo al artículo que no me puedo quitar de la cabeza), sin embargo, como hemos visto en otros lugares del blog hay muchos trabajos e investigaciones, como los de Kaplan, que así lo atestiguan y lo incluyen como uno de los indicadores de calidad de vida más importantes. Algunas de las justificaciones más razonables que se refieren a esta necesidad de introducir la naturaleza en la ciudad se encuentran en el libro de Sukop y Werner llamado precisamente Naturaleza en las ciudades, publicado en español en el año 1989 por el antiguo Ministerio de Obras Públicas. Entre ellas podemos destacar:
  • Ornamentar la ciudad
  • Proporcionar espacios recreativos, para la expansión de la población y favorecer el contacto de ésta con la naturaleza
  • Mejorar las condiciones climáticas de la ciudad: aumento de la humedad y control de la temperatura
  • Reducir la contaminación ambiental, ya que las hojas sirven para el depósito de las partículas contaminantes en suspensión.
  • Servir como filtros y freno a la velocidad del viento.
  • Amortiguar el ruido de baja frecuencia
  • Proporcionar espacios adecuados para el desarrollo de la vida animal
  • Reflejar los cambios estacionales a lo largo del año.

Fragmento del Central Park, Nueva York (Google Maps)

Como puede observarse algunos son de índole práctica y otros psicológicos, pero en general se refieren a un aumento de la comodidad del ciudadano o a mejoras higiénicas. En un estudio sobre los Parques Naturales en España realizado por Corraliza y García Navarro en el año 2002 se demuestra esta especie de ley general de preferencia por la naturaleza, domesticada eso sí, como se desprende de la mayoritaria respuesta positiva, mas del 90%, a la pregunta de si, por cualquier razón, a los entrevistados les gustaba el área del parque. Esta casi unanimidad, y otras del mismo tipo, es lo que hace decir a sus autores que: “... la respuesta de preferencia general y admiración por los escenarios naturales puede ser considerada (y en este estudio lo es), como una respuesta psicológica, en gran medida involuntaria. Constituye algo así como un mecanismo de respuesta reflejo, intensamente relacionado con una experiencia estética, cuya caracterización compartimos en gran medida con el resto de individuos de nuestra especie”.

La huida del urbanita hacia "el campo" (Sebastian Díaz)

Pero existen otras muchas razones, como por ejemplo, las de favorecer la sostenibilidad del territorio. Así, en un artículo titulado “Ciudad y entorno natural” incluido en el Primer catálogo español de Buenas Prácticas y escrito por Fernando Parra en el año 1996, puede leerse lo siguiente: “En principio, la creación de un área verde, además de incrementar la habitabilidad urbana tiene un efecto disuasorio de presión sobre los entornos rurales, silvestres y naturales más frágiles y a los que las masas urbanas suelen acudir no tanto como muestra de aprecio por lo natural como de huida de la dureza urbana; en este sentido, se trata de una práctica sostenible que “aligera de presión” otros ámbitos. No obstante, el “cómo” el diseño y mantenimiento real del área verde puede no ser sostenible bajo el aspecto del consumo de agua o de otros recursos”. Parece, por tanto, que se acumulan las evidencias acerca de la necesidad de introducir árboles, mirlos, gorriones, praderas, etc., en nuestras ciudades, no sólo por añoranza del Paraíso Terrenal sino para regular nuestro equilibrio psíquico e, incluso, nuestras relaciones sociales. En otro lugar del blog hablaba de la ciudad higiénica como contraposición a la ciudad surgida de la Revolución Industrial. La ciudad higiénica culminó con las propuestas de Le Corbusier y el Movimiento Moderno: “Soleil, espace, verdure”. Y poco después esta necesidad de que en nuestras antropizados ciudades exista algo de verde se reflejó en las legislaciones de la mayor parte de los países del mundo.

Donnella Meadows y otros: The Limits to Growth, Londres, 1972
Imagen extraída del libro “Ecología y Desarrollo” de R. Tamames

Pero como seguramente conocen todos los seguidores de este blog y mis alumnos (en caso contrario, probablemente suspenderán), la ciudad del siglo XXI ya no debe responder sólo a los requisitos de una ciudad higiénica, bella y adecuada a los fines para los que ha sido creada, sino que también debe ser sostenible (ya he mentado a la bicha, además de hablar de naturaleza ese constructo metafórico, ahora voy y escribo sostenibilidad ese otro concepto inexistente, inabarcable, indefinible y que sólo sirve como coartada política). Entendiendo por sostenible aquello que tiene que ver con la justicia intergeneracional, interterritorial y social. Ahora no tengo tiempo de meterme en esta cuestión, aunque no sé si debería, pero resumiéndola mucho diría que el problema de los límites del crecimiento que Malthus relacionaba con la demografía y los alimentos y que el informe Meadows ampliaba a otros temas como los energéticos, lo tenemos ya encima. El planteamiento es obvio y no por muchas veces repetido es menos obvio: en un mundo finito no se puede propugnar un crecimiento infinito. Y el paradigma económico dominante está basado en el crecimiento sin fin. Mientras inventamos algo de forma urgente, hay que recurrir a cuidados paliativos para que el ajuste que ya se ha empezado a producir se haga de la forma menos traumática posible. Desde una perspectiva urbana tenemos que aumentar radicalmente la eficiencia de su funcionamiento. Y esto en todos los ámbitos. También en la forma de introducir la naturaleza en la ciudad que, ya veremos más adelante, puede ayudar a mejorar la situación actual.

La naturaleza y el equipamiento (Flores en el Ático)

Cuando que refería a la ciudad higiénica ya insinuaba la función de las áreas de naturaleza en su interior. Se podría decir que tienen una evidente función de equipamiento. Igual que un gimnasio, unas instalaciones deportivas o un Club de la Tercera Edad. Estas áreas son necesarias, casi imprescindibles para la salud física y psíquica de los ciudadanos. De hecho, en muchos planes se consideran como un equipamiento más e, incluso, se permite la compatibilidad con otros como los deportivos. Y esto hay que seguir manteniéndolo. Porque seguimos necesitando ciudades en las que los ciudadanos puedan vivir de la forma más confortable y sana posible. Sin embargo, los requisitos que necesita la ciudad actual superan los requisitos de la ciudad que propugnaba el Movimiento Moderno. La pregunta es: ¿cómo cambian estos nuevos requisitos la consideración de las áreas de naturaleza en la ciudad? Sería largo de explicar pero, una vez más, me voy a atrever a hablar en blanco y negro. Soy consciente de lo que esto implica, pero como todavía tengo muchos megas hasta sobrepasar la capacidad que me ofrece gratuitamente Google para mantener el blog, espero tener el tiempo suficiente para, en sucesivos artículos poder explicarlo detalladamente y sacarle los grises (e incluso los colores). En resumen: las áreas de naturaleza en las ciudades ya no se pueden considerar exclusivamente como un equipamiento sino que también han de serlo como una auténtica infraestructura. Hasta el momento actual, incluso considerando su función relacionada con la higiene, no dejan de tener el aspecto de un equipamiento. De forma similar a como están concebidos, por ejemplo, los aparatos de gimnasia para mayores que nuestros ayuntamientos empiezan a distribuir por cualquier rincón de nuestras agobiadas ciudades tan llenas de artefactos mecánicos.

Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna (Italophiles.com)

De las dos acepciones que el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua nos da de la palabra infraestructura la primera, “parte de una construcción que está bajo el nivel del suelo”, no parece que sea aplicable a lo que quiero decir. Pero la segunda, “conjunto de elementos o servicios que se consideran necesarios para la creación y funcionamiento de una organización cualquiera”, pienso que sí. Aunque no es el momento de meterme en consideraciones terminológicas sí que me gustaría acotar un poco el tema porque es importante para explicar lo que quiero decir. Para aquellos que estén leyendo esto y que no tengan mucho contacto con el urbanismo, en esta materia el término “equipamiento” está más relacionado con el conjunto de construcciones, espacios y servicios, complementarios de la habitación y del trabajo, necesarios para que el ciudadano pueda llevar a cabo una vida urbana digna, relacionarse con los demás, acceder a la educación, cultura, sanidad, etc. Mientras que el término “infraestructura” se refiere más bien a aquellos elementos de soporte de la ciudad necesarios para el funcionamiento de las actividades urbanas. Y de los equipamientos, claro. Es decir, simplificando, se entiende que una iglesia o una piscina son un equipamiento, y la red de colectores de pluviales o las calles y carreteras son una infraestructura. Hasta ahora podíamos considerar que la justificación para introducir elementos naturales era la de suministrar al ciudadano las condiciones para que pudiera relacionarse con determinados elementos de la naturaleza sin necesidad de subir a “la cumbre de las más altas montañas” (como nos decía cierto documental de la TVE2) y que, además, ayudaran a la construcción de una ciudad sana que permitiera el adecuado equilibrio social y personal del urbanita.

Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna (Italophiles.com)

Sin embargo resulta que en el momento actual se hace imprescindible que la propia ciudad contribuya en la medida de lo posible (la célebre eficiencia a la que me refería en párrafos anteriores) a reducir su huella ecológica. Una de las formas más claras de hacerlo es, precisamente, introduciendo naturaleza en la ciudad. Es decir, introduciendo algo de ese “orden” diferente de “fuera de la ciudad” en su interior. Hay que ser consciente de que ello significa aumentar el desorden, visto desde la perspectiva urbana. Y mayor desorden cuanta más naturaleza se introduzca. Esta es una cuestión sobre la que tendría que escribir varios folios debido a su complejidad pero en los materiales complementarios que se recogen al terminar el artículo pueden leerse datos adicionales que ayuden a comprenderla. Otras cuestiones son más evidentes. La ciudad no puede dejar ya que determinados ciclos se cierren sólo fuera de ella. Si la ciudad contamina por ejemplo, es necesario plantar árboles en su interior que funcionen como sumideros sin necesidad de que lo hagan masas boscosas situadas a centenares de kilómetros.

La pesadilla de los servicios de limpieza (Kamic)

Este ejemplo de la contaminación me va a permitir explicar algunas diferencias. Los árboles de alineación plantados adecuadamente en una acera de la calle-corredor permiten el paseo por dicha acera ofreciendo sombra en los meses sobrecalentados y sol en los infracalentados en el supuesto de que los árboles sean de hoja caduca. Excepto los barrenderos, los demás ciudadanos no tendrán nada que objetar al respecto. En verano tenemos hojas y los árboles dan sombra a la acera (suponiendo, claro está que la sección de la calles esté bien diseñada). Luego, en el otoño se caen, ya digo con gran disgusto de los servicios municipales de limpieza, y en el invierno el ciudadano pasea por la misma acera recibiendo los benéficos rayos del sol. Hasta aquí todo bien, los árboles de alineación funcionan fantásticamente convirtiendo la calle en un auténtico equipamiento. Lo mismo podría decir de un parque o de cualquier otro elemento de naturaleza bien situado en un entorno urbano y acertadamente diseñado.

Inversión térmica y contaminación en Madrid (Bullasmente)

Sin embargo, y hablaba antes de la contaminación, resulta que en el invierno las calefacciones funcionan a pleno rendimiento y los coches expulsan por sus tubos de escape ni se sabe cuantos elementos contaminantes porque la ciudad “rueda a tope”. Además, también es mala suerte, se empieza a producir lo que se llama el fenómeno de la “inversión térmica” porque una maldita capa de aire más caliente encima de la ciudad impide que toda esta contaminación se disipe hacia arriba al invertir el gradiente de temperaturas. Ahora las hojas de los miles de árboles que hemos plantado por toda la ciudad deberían ayudarnos a fijar esta contaminación. Pero mira por donde resulta que se les han caído las hojas y no pueden fijar nada. Los barrenderos encantados: si ya lo decíamos, hay que plantar árboles de hoja perenne. Pero resulta que si plantamos árboles de hoja perenne, ya no cumplen su función como equipamiento porque el paseo por las calles ya no será un agradable paseo al sol de invierno. En ambos casos, y detectado el funcionamiento, los árboles nos pueden ayudan a resolver un problema de confort o incluso sanitario, siempre que consideremos todos los aspectos de la cuestión y plantemos de hoja caduca o no dependiendo del sitio y del objetivo a conseguir. Sin embargo esos mismos árboles también nos sirven para reducir la huella ecológica porque están reduciendo la huella de carbono. Esto ya tiene que ver con la justicia intergeneracional, interterritorial y social. Es decir, con eso que podríamos llamar sostenibilidad. He recurrido a este caso para que se vea la diferencia entre considerar, por ejemplo, una zona verde como una infraestructura o como un equipamiento. En algunas situaciones, como la mencionada, podrán hacerse coincidir las finalidades de una y otro. Pero, sin embargo, otras veces esto no podrá ser así. Lo nuevo es que la función de la vegetación o de la naturaleza (en general) en la ciudad ya no es sólo la de aumentar el confort del ciudadano sino también contribuir al funcionamiento global de la misma igual que lo hacen la red de alcantarillado o las calles. Y, además, por supuesto, hacerlo no sólo de forma eficaz y bella, sino también eficientemente reduciendo el consumo de energía y la contaminación.

"Uma flor nasceu na rua" (Laurinhando por ai)

Y no sólo los árboles pueden contribuir a rebajar la huella ecológica. Arbustos o rastreras ayudan también. Y no sólo en los parques o en las aceras. En taludes de gran pendiente, en tejados, en paramentos verticales, en rotondas. Hay que reconsiderar la función de las áreas de naturaleza (verde o gris) en nuestras ciudades y empezar a conciliar confort, higiene y sostenibilidad. Ejemplos de la complicación que estas consideraciones traen consigo existen muchísimos. Así, un suelo cementado es ideal para caminar cuando llueve (en caso contrario nos embarramos y se hace complicado andar) y sin embargo impide la evapotranspiración cambiando la humedad relativa de las capas de aire cercanas a ese suelo. Además aumenta la escorrentía con el resultado de que bajan los niveles freáticos impidiendo que los árboles funcionen en régimen forestal (más eficiente que estar continuamente regando, abonando o distribuyendo plaguicidas que es a lo que obliga un régimen que se acerque más a la jardinería) y el riesgo de inundaciones es mucho mayor. Lo que importa es considerar que la introducción de la naturaleza en la ciudad ya no se puede hacer como antes. Que ya no es suficiente con pensar en el confort del ciudadano como requisito único, porque la ciudad del siglo XXI impone requisitos diferentes, algunos de primera importancia, tal y como he tratado de justificar a lo largo de este escrito. De lo que no parece haber duda, es de la necesidad de que exista algo de naturaleza en la ciudad, no sólo para asegurar el equilibrio físico y psíquico del ciudadano, sino también para ayudar a su funcionamiento y para contribuir a conseguir una mayor justicia intergeneracional, interterritorial y social. Claro, esto en el supuesto de que exista eso que llamamos naturaleza. Y que, por otra parte, la idea de justicia que implica el concepto de sostenibilidad sea algo más que una muletilla en boca de todos (iba a decir: sobre todo en boca de nuestros queridos políticos profesionales, aunque también en los escritos de algunos destacados miembros de la intelectualidad, pero me abstengo de hacerlo). Por cierto, espero que después de las reiteradas alusiones que he hecho al artículo de Swyngedouw, con el que estoy de acuerdo en buena parte de lo que allí dice, os intereséis en su lectura y, como quien no quiere la cosa, leáis el resto de la revista, que viene con bastantes cosas interesantes.


Materiales que he utilizado en la redacción del texto:
  • Corraliza, J.A. y García, J.: Los Parques Naturales en España: conservación y disfrute, Fundación Alfonso Martín Escudero, Madrid, 2002.
  • Fariña, J. y Ruíz, J.: “Orden, desorden y entropía en la construcción de la ciudad”, Urban nº 7, verano 2002. (Puede encontrarse un resumen muy escueto en español e inglés en pdf).
  • Meadows, D.H.; Meadows D.L.; Randers, J.; Behrens, W.W.: The Limits to Growth, Universe Books, New York, 1972. Se hizo una revisión en el año 1992 titulada Más allá de los límites del crecimiento. Quizás lo más interesante sea leer directamente la última revisión: Los limites del crecimiento: 30 años después, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006 (el original en inglés es del 2004). Un resumen muy básico del informe original se puede descargar aquí.
  • Parra, F.: “Ciudad y entorno natural” en VVAA: Primer Catálogo español de Buenas Prácticas, volumen primero, Centro de publicaciones de la Secretaría General Técnica del Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, Madrid, 1996. (Este artículo puede encontrarse también en la Biblioteca de Ciudades para un Futuro más Sostenible).
  • Sukopp, H. y Werner, P.: Naturaleza en las Ciudades, Centro de publicaciones de la Secretaría General Técnica del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo, Madrid, 1989 (compendia los números 28 y 36 de la colección “Nature and environment series” publicada por el Comité Europeo para la Conservación de la Naturaleza y los Recursos Naturales: Nature in Cities, Council of Europe, Strasbourg, 1982; Development of Flora and Fauna in Urban Areas, Strasbourg, 1987).
  • Swyngedouw, Erik: “¡La naturaleza no existe! La sostenibilidad como síntoma de una planificación despolitizada”, Urban NS01, Marzo 2011.
Páginas de interés:
Otros artículos del blog relacionados: