Los gritos destacaban sobre el ruido de las olas al romper en el acantilado. Al acercarme era cada vez más evidente que se trataba de una pareja que discutía de forma acalorada. Luego, cuando subí los primeros escalones pude verlos. De mediana edad, ambos vestían ropa deportiva y estaban sentados en una de las gradas. No pude saber de qué iba la controversia porque hablaban en euskera de forma que no hice mucho caso y continué hasta la última explanada.
Mis viajes de trabajo me han traído otra vez a Euskadi. Escribo estas notas desde un banco en la ladera del monte Urgull mientras miro (casi sin ver) la bahía de
La Concha y
la Isla de Santa Clara. No puedo quitar de mi mente la pareja que no hace más de dos horas discutía, al otro lado de la ciudad, al pie del Igeldo (o Igueldo como se pronuncia en castellano), de forma tan dramática. Confieso que hubo un momento en que llegué a asustarme porque en el lugar desde donde se contempla el conjunto de Chillida llamado El Peine del Viento (al final de Ondarreta) estábamos los tres solos. Empecé a pensar rápidamente qué actitud adoptaría si la discusión se convertía en agresión física entre ellos.
Como otras veces, desde que lo he descubierto, cuando vengo a Donostia me gusta acercarme a este lugar, ver los hierros retorcidos que Chillida empotró en las rocas e ir comprobando como, poco a poco, el hierro trasmuta en piedra (aunque parezca físicamente imposible) y la piedra, rezumando óxido, se va volviendo hierro. Me encanta el ruido de las olas al romper en el acantilado y sentir la sal del agua cuando la espuma llega a la explanada. Como suele haber muchos turistas me apetece ir a la hora de comer, cuando sé que no hay nadie. Pero hoy el ritual se había roto porque aquella pareja lo estaba pasando realmente mal en aquel sitio que, para mí, era como una especie de paraíso doméstico.
Intenté concentrarme en los hierros y las olas y, de repente, me di cuenta de que no oía gritos. Miré hacia atrás y los ví, uno al lado del otro, la mano derecha de ella cogida a la izquierda del hombre, encima de los agujeros del pavimento donde el ruido de las olas llega de las profundidades y, con cada una, un chorro de aire salobre aparece como un géiser. Oí hasta cuatro veces rugir las olas debajo y, en cada una, el pelo de la mujer, largo y negro, se movía con el aire que salía por los agujeros. Luego se separaron, y sin decir palabra, caminaron hacia Ondarreta, uno a cada lado de la acera.
Me quedé solo, con los hierros de Chillida, las olas y el viento. Entonces no lo pude evitar, me acerqué a los agujeros del pavimento, extendí la mano y esperé a que el agua impulsara el aire para sentir su caricia en la piel. Subía la marea, claro, ya que en caso contrario esto no hubiera pasado. Dicen que cuando hay temporal, la espuma de las olas produce casi un auténtico géiser. Pero yo nunca he conseguido verlo. Luego caminé Ondarreta adelante, pasé el parque de Miramar, seguí por
La Concha, me metí por la parte vieja, y luego subí por el lateral del monte Urgull hasta que comprendí que estaba cansado y me senté en el banco desde el que escribo.
Durante todo el camino, que transcurrió casi sin darme cuenta, pensaba una y otra vez en la extraña relación que se produce entre determinados lugares y algunas personas. Es como si el espíritu de algunos sitios trascendiera más allá de las percepciones individuales y adquiriera una extraña autonomía. Percibí claramente (es imposible razonarlo) que el verdadero artista del territorio es capaz de encontrar ese sentido y hacerlo visible a mucha gente. Por supuesto que este sitio era algo especial para Chillida. Pero sin Chillida probablemente no lo hubiera sido ni para mí, ni para la pareja que discutía. Como en el caso de las Quintanas de Santiago tampoco ahora he inventado nada. Me he limitado a mirar y a sentir.
Pienso que, simplemente el hecho de conocer
El Peine del Viento merece una visita a Donostia. Para cualquiera. Pero para aquellos que pretenden entender y trabajar el paisaje es imprescindible. Además este lugar no es sólo
Chillida. Pienso que es también una de las obras fundamentales del arquitecto Luís Peña Ganchegui (podéis encontrar
aquí una entrevista donde explica su relación con Chillida y la génesis y desarrollo de esta obra extraordinaria, incluso su queja sobre el material utilizado como pavimento).
Por la mañana había estado en el ensanche que, probablemente, sea el ejemplo más depurado y bello que nunca se haya realizado de esta forma tan específica de crecimiento urbano, y luego había caminado a lo largo del Urumea hasta llegar al Kursaal. Lo siento, pero esta obra de Moneo sigue sin emocionarme (y eso que es uno de mis arquitectos preferidos) aunque al propio
Chillida tampoco le hacía demasiada gracia. Quizás tenga que ver con el "ruido visual" que forma el entorno comercial que ahora le rodea y los grandes carteles anunciando bodas y convenciones o con el hecho de que haya dejado de ser roca para convertirse en casa. Me interesa mucho más la lucha del Urumea con el mar en una desembocadura que los diques y escolleras han convertido en un circo para potenciar la playa de
la Zurriola. Detrás, el Kursaal indiferente, relegado a una "segunda línea de mar", ajeno al drama del sitio y rodeado de explanadas sin alma ni objeto.
Foto aérea de Google Earth
Es posible que otro día que vuelva por aquí, probablemente de noche, cuando del lugar sólo quede el ruido de las olas y la humedad salobre, y los cubos de Moneo, (iluminados por ese resplandor interior que aparece en todas las fotos) floten en medio de la nada pueda llegar a emocionarme. Cuando ocurra os lo contaré. Y entonces os hablaré de arquitectura porque hoy sólo quería escribir sobre sitios y emociones.