Esta semana hemos empezado otro semestre de Introducción al Urbanismo en la Escuela de Arquitectura de Madrid. Un poco más caótico que otros años por diversos motivos de variada índole pero con el ánimo alto. En el taller les expliqué a los nuevos alumnos el desarrollo del primer trabajo. Y una parte de la explicación se refería a las divisorias y las vaguadas. La forma en la que el agua modela el territorio siempre me ha parecido fascinante. Como, en un suelo más o menos virgen va creando sus caminos a base de utilizar siempre las mismas hondonadas, que luego son carreteras y más tarde se convierten en autopistas (aunque se les llame vaguadas, arroyos o ríos) es, sencillamente, una maravilla de autoconstrucción. Pero lo más divertido es seguir el camino de una gota de agua y ponerse en su situación cuando va cayendo. Las gotas que caen en las laderas poco pueden hacer más que deslizarse hacia la vaguada que le corresponde y luego seguir adelante, quien sabe si hasta el Mediterráneo. En cambio, aquellas que la suerte ha arrojado en la otra ladera, más allá de la línea divisoria recorren otro camino muy diferente. Es posible que ambas terminen por volver a encontrarse en un río o arroyo común. Pero también es posible que la segunda termine en el Atlántico. Lo más notable es lo que les sucede a aquellas gotas que están a punto de caer sobre la línea divisoria. Casi cualquier cosa, una débil brisa por ejemplo, puede hacer que la gota acabe en el Atlántico o en el Mediterráneo.
Es así como, en momentos críticos, es suficiente cualquier pequeño impulso para conseguir grandes metas. Son estos momentos, que llamo momentos convexos, los verdaderamente importantes tanto a nivel personal como colectivo. Resulta extraordinario encontrarse sobre una divisoria de cuencas y reconocerlo. Cualquier pequeño acto de voluntad y rodaremos sin apenas dificultad en la dirección que nos es más querida. Aunque también hay quien se deja acariciar por la brisa y decidir que ella sea quien tome la decisión. Incluso hay quien pretende caminar permanentemente por la divisoria hasta que tropieza (o se cansa).
En cambio hay momentos cóncavos, momentos que los que hagamos lo que hagamos, y aunque nos esforcemos sobremanera, siempre terminamos en el fondo de la vaguada. Entonces parece lo más práctico dejarse arrastrar, no oponer resistencia y dejar que la corriente termine por llevarnos al Atlántico cuando, en realidad, querríamos haber visto el azul claro del Mediterráneo. Los momentos cóncavos y los momentos convexos tienen mucho que ver el azar, con la teoría del caos, con los fractales, con el aleteo de una mariposa en Madrid que puede hacer llover en Pekín.
Podría haber terminado aquí este artículo. Pero en este caso mis alumnos no habrían conseguido nada leyéndolo porque es lo mismo que les conté en clase. De forma que voy a añadir algo. Que también tiene que ver con la teoría del caos y con la forma más moderna de acercarse al conocimiento científico (que es una manera más humilde de hacerlo, según expliqué en la entrada sobre el libro de Beck). Y lo voy a hacer reproduciendo un artículo que Jorge Bucay (psicodramatista, terapeuta gestaltico, médico y escritor argentino de libros de autoayuda) publicó en El País titulado “Esas ganas de abandonarlo todo”. No creo que me denuncie por utilizar su texto ya que lo cito, cosa que no hizo él con Mónica Cavallé en su libro Shimriti. La verdad es que no he leído ningún libro suyo y la idea del cuento reconoce que se debe a Anthony de Mello pero el relato, que es muy corto, ilustra maravillosamente el hecho de que, aunque estemos aparentemente en un momento cóncavo, nunca debemos de dejar de luchar no sea que, en realidad, el momento sea convexo.
“Este cuento lo escuché por primera vez de boca del sacerdote Anthony de Mello. Había una vez dos ranitas que paseando por el pueblo cayeron en un recipiente lleno de crema. Inmediatamente sintieron que se hundían; era casi imposible mantenerse a flote mucho tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos patalearon en la crema, tratando de nadar para llegar al borde del recipiente, pero fue inútil, solo consiguieron chapotear en el mismo lugar y hundirse como piedras en el lodo. Al tocar fondo se impulsaron con las patas traseras y por un momento volvieron a la superficie y pudieron tomar aire. Pero la tercera vez supieron que cada ida al fondo hacía más difícil volver a respirar. Una de ellas dijo en voz alta:-No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta substancia no se puede nadar.
-No hables, nada. Le dijo su hermana.
-Ya que de todas maneras vamos a morir -siguió diciendo- ¿para qué prolongar este dolor? ¿qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril?
Dicho esto la ranita dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco. La otra rana, más persistente o quizás más tozuda, se dijo:
-¡No hay caso! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Pero yo quiero luchar hasta mi último aliento. No quisiera morir un segundo antes de que llegue mi hora.
Y siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro. ¡Horas y horas! De pronto… sucedió algo imprevisto. De tanto patalear y patalear y patalear… La crema se transformó en manteca. Sobre la superficie de la manteca la rana sorprendida se deslizó hasta el borde del pote. Desde allí, saltó al suelo y se fue croando alegremente de regreso a su casa.”
Independientemente de la moraleja que se desprende del relato (y lo que sigan este blog ya saben que me alineo con la postura de Víctor D’Ors respecto a las moralejas: “el niño y el anciano deben acostarse muy temprano”), y del hecho cruel de lo poco que se apena la ranita que se ha salvado de su hermana sepultada en el fondo del tarro, podríamos concluir que no todos los momentos que aparentan ser cóncavos lo son. Eso mismo les pasa, por supuesto, a los convexos. Que se lo digan sino a la gota 1 que alegremente se despide de su enemiga del alma (la gota 2) cuando ambas se deslizan por laderas opuestas, ocurriendo que pocos metros más adelante se juntan las dos vaguadas en un único arroyo cantarín volviéndolas a unir (enemigas para siempre).
Todo esto para decir que me parece que estamos en un momento convexo. Momento convexo mundial, se entiende, porque en lo personal la verdad es que no me he parado a analizarlo. Otro día trataré de razonar por qué pienso que esto es así.