Cuando escribí la entrada sobre “Pure Chile” lo hice desde un hotel en La Serena y no sabía que en la segunda parte del viaje iba a encontrar motivos para matizar algunas de las afirmaciones que, entonces, me parecían bastante obvias. Quien quiera unas vacaciones no habituales puede acercarse a alguna de las agencias de San Pedro de Atacama (Chile) que hacen viajes a Bolivia y contratar un tour de cuatro días al altiplano y al salar de Uyuni. Una anécdota antes de empezar. Cuando estábamos en la agencia ¡apareció uno de mis mejores alumnos de Arquitectura de Madrid del curso de Introducción al Urbanismo! A veces se producen este tipo de hechos fortuitos e increíbles que nos hacen dudar de algunas cosas como la teoría de la probabilidad. Recorra diez mil kilómetros hasta Santiago de Chile, luego mil quinientos hasta Calama, desplácese otros cien hasta un pueblo que no cuenta ni con cinco mil habitantes, entre en una agencia de viajes y espere tranquilamente a que llegue uno de sus treinta alumnos del curso actual.
El caso es que por un importe aproximado de 65.000 pesos chilenos (alrededor de 80 €) incluyendo todo, comidas, cenas, desayunos, transporte, etc., menos las entradas a los lugares en que sea necesario pagar, puede realizar un viaje inolvidable. Eso sí, por ese precio dormirá en “albergues básicos” con habitaciones de 6 a 15 personas, por supuesto sin calefacción y con electricidad sólo un par de horas. Seguramente le llevarán en un 4x4 con otros cinco viajeros, conducido por un lacónico quechua (nadie como ellos para desplazarse por un territorio en el que no existen carreteras propiamente dichas ni, por supuesto, señalización), durante horas y horas a través del altiplano boliviano. Si tiene suerte de no apunarse gozará de la vista de unas lagunas bellísimas, de los pompones de paja brava poniendo una nota de amarillo en contraste con el azul purísimo del cielo y de unos paisajes absolutamente espectaculares casi siempre por encima de los 4500 metros.
También se sorprenderá intentando dormir en el “albergue básico” con temperaturas de diecisiete grados bajo cero (esto es totalmente literal y cierto, incluso su habitación puede que no tenga cristales en las ventanas sino plásticos medio rotos), hará lo que pueda en un WC (le llaman baño aunque en realidad lo de “baño” es un eufemismo) probablemente sin agua corriente aunque con un cubo de agua medio congelada que hace las veces, y todos los días desayunará, comerá y cenará sopa de col y cebolla como primer plato. Claro que la contrapartida serán los compañeros de viaje. En el autobús que nos llevó a la frontera con Bolivia tuvimos que rellenar una hoja con los datos de los que viajábamos. Excepto Paloma y yo que éramos profesores, una pareja de franceses entre treinta y cinco o cuarenta años acompañados de su hijo de ¡menos de ocho años!, y dos o tres más tipo “aventurero solitario que pasa de los cincuenta”, el resto eran estudiantes (incluido mi hijo Guillermo, autor de las fotos del artículo que aparecen sin citar procedencia). Me encontraba casi como en la universidad. Luego, en el Toyota que nos llevó a través de todo el altiplano y el salar, íbamos seis pasajeros: Mery, una joven chilena a la que le gusta tanto viajar que ha hecho de ello una profesión (una guía de turismo que trabaja en el sur y que para descansar viaja), Javier y Diana, una pareja de Santiago, también chilenos, tan encantadores y educados que no parecían de este mundo, y nosotros tres.
Aunque, claro, seguramente el viaje también se puede hacer en otras condiciones, como en hoteles sin cristales rotos (que yo sepa no existen todavía hoteles de lujo ni nada parecido) o en un todo terreno contratado específicamente con chófer particular. Pero entonces es posible que no se pueda dormir justo enfrente a la Laguna Colorada y se perderá algo fundamental en un viaje de este tipo como son los compañeros. El caso es que, por circunstancias de la vida (que ahora no es el momento de explicar) las cosas salieron así y lo cierto es que mereció la pena. Aunque en el título de la entrada sólo hago referencia al Salar de Uyuni, en realidad el viaje incluía el altiplano boliviano (fundamentalmente la reserva Eduardo Avaroa) y el salar. No voy a contar nada del altiplano porque su paisaje merece un articulo independiente y espero tener tiempo algún día de hacerlo.
Hacía décadas que no hacía un viaje “mochilero” pero me ha servido para recordar cosas que ya casi había olvidado. Cosas que quedan sepultadas por una vida que se sobrepone muchas veces a las experiencias y recuerdos más profundos. Cuando se llega a determinada edad (digamos que por encima de los cincuenta, para no molestar a demasiada gente) se tiende a pensar que, en general, la vida es como “nuestra vida” y que los viajes son “como nuestros viajes” borrando, como si no existiera, una parte muy importante de la realidad. Este viaje me ha hecho ver que algunas de mis últimas hipótesis acerca del turismo sostenible necesitan ciertas rectificaciones. Por ejemplo, siempre he mantenido que la única forma de preservar determinados lugares de la naturaleza para que sean sostenibles desde el punto de vista turístico es con un “turismo de ricos”. Es decir, accesos muy difíciles y caros, pocas plazas hoteleras de alta calidad y control de la carga turística y ambiental (por ejemplo, mediante la prohibición de acampar).
En esta apuesta por un turismo elitista que contraponía al turismo masivo de la burguesía más o menos acomodada, reconozco haber olvidado a dos colectivos fundamentales que se ven muy perjudicados con este planteamiento. El primero es el de población autóctona y el segundo el de los mochileros (no se me ocurre otra denominación para los jóvenes que viven el viaje y el paisaje como una aventura casi iniciática que ha de realizarse con poco dinero).
Siempre he pensado (y tengo pruebas que lo demuestran) que el turismo de consumo que satisface a las clases medias depende, básicamente, de la seguridad, de los precios, del clima, de la accesibilidad y de la capacidad de acogida. Ayuda también la publicidad, claro. Pero, en realidad, se trata de un turismo que se puede producir en casi cualquier lugar y que es, radicalmente, insostenible. También he dicho en múltiples ocasiones (y lo tengo escrito en este mismo blog) que una de las principales justificaciones de la actividad turística es el reequilibrio de rentas entre la población autóctona y la foránea, siempre que esta actividad no signifique la destrucción del medio natural (no se si lo he dicho pero el tema de este artículo es el turismo de la naturaleza) cuya conservación, por múltiples motivos, debería estar siempre por encima de cualquier consideración.
Por sus características, el turismo de naturaleza casi nunca puede ser masivo (ni por capacidad de carga ambiental ni por capacidad de carga turística) de forma que la única alternativa para conseguir obtener rentas apreciables es que la población turística sea muy rica para que pueda gastar mucho dinero y que ese dinero beneficie en la mayor medida posible a la población autóctona y no a las operadoras turísticas ajenas al sitio. No conozco otra alternativa. En el supuesto de que el destino turístico de naturaleza no sea bastante “especial” podría intentarse la obtención de rentas complementarias acudiendo a un turismo limitado de clase media. Pero sabiendo que se trata de simples rentas complementarias ya que la masificación en el turismo de naturaleza casi siempre hay que descartarla y, por tanto, el rendimiento que se puede obtener siempre es escaso.
Este planteamiento excluye claramente a las clases medias (excepto el caso de obtención de rentas complementarias) pero esto no tiene demasiada importancia ya que el turismo que selecciona este colectivo no es el de los hoteles de superlujo o el acceso a través de medios de transporte muy caros (total, para ver un par de rocas, una laguna o un pedazo de hielo…) sino playas donde no hacer nada tumbados al sol, tomar el aperitivo en el chiringuito, bailar por la noche en la disco, darse un chapuzón o reírse un poco con los vecinos. Es decir, descansar en el sentido de despreocuparse. Y esto lo pueden hacer en Gandía, en la Riviera Maya, Tenerife o Viña del Mar. Pero excluye también muchas veces a los propios habitantes de la zona para los que aquella naturaleza “tan especial” es “su naturaleza”, forma parte de su identidad, de su vida y de la de sus padres y sus abuelos. Por eso al pensar en criterios restrictivos de acceso (por ejemplo, entradas de alto precio o lugares a los que sólo se puede llegar en avioneta o helicóptero) siempre habría que considerar cómo afectan a los habitantes de la zona y procurar minimizar las consecuencias. Estas cuestiones ya se están teniendo en cuenta, por ejemplo, en la declaración de las áreas de naturaleza protegida pero no en el diseño de un producto turístico específico.
El otro colectivo excluido con el que me he reencontrado en este viaje es el de los jóvenes (algunos no tan jóvenes) que entienden el viaje de forma muy distinta a las clases medias más o menos acomodadas (sin que ello signifique que en su contexto familiar no puedan formar parte de esa burguesía). Para ellos el viaje es una experiencia en sí misma, independiente del lugar, ya que su finalidad es ir creando un camino propio normalmente ajeno al habitual. Pero el lugar importa, y mucho. No tanto en el sentido de que sea “especial” por bello o interesante, sino en el de ser único. Este tipo de “turista” casi ajeno a la “actividad turística” considerada como industria, resulta que molesta poco ya que suele ser bastante cuidadoso con el sitio que visita frente al turista rico o al de clase media (podría contar unas cuantas anécdotas de este viaje) y normalmente acude a la población autóctona para obtener los servicios imprescindibles (y no a las grandes operadores turísticas) con el resultado de que, muchas veces, constituyen las únicas rentas complementarias que le llegan a esta población. Se me ocurren bastantes soluciones para que este colectivo no se vea tan fuertemente penalizado por un “turismo de ricos” pero ahora simplemente quería señalar el hecho de mi error al no considerarlos en el modelo que estoy proponiendo estos últimos años.
Una parte importante del turismo de naturaleza está basado en el paisaje. Entiendo la búsqueda del paisaje esencialmente como búsqueda de la belleza. Además, belleza en estado puro, sin contaminar por otras experiencias colaterales como el poder o el sexo. Pues bien, el salar de Uyuni es la Belleza reducida a su esencia. Una superficie blanca, perfectamente horizontal, de apariencia infinita contrapuesta directamente con el azul del cielo absolutamente limpio, con unos colores que sólo existen a más de tres mil quinientos metros de altura debido a la baja densidad del aire y a la ausencia de contaminación. Según los sitios, entre el blanco y el azul la línea sinuosa de las montañas que rodean el salar. Nada más. Como un mar blanco (fue el mar en su momento) sin olas, sin nada que se mueva, sin ruidos (cuando se apaga el motor del coche, claro), sin construcciones, sin luces. En medio del salar aparecen algunas elevaciones, como Incahuasi que surge como una isla en medio del blanco. Eso es todo. Minimalismo puro.
Avanzar con el todoterreno kilómetros y kilómetros con el crepitar de la sal bajo los neumáticos sin que las referencias que uno toma se muevan ni un milímetro porque se pierde la noción de la distancia. Sumergirse en la soledad más absoluta en cuanto uno se separa unos metros de los compañeros de viaje sin más perspectiva que una línea horizontal que separa el cielo de la sal. Pasar las horas sin que nadie en el coche pronuncie una palabra porque las palabras están de más. Pensar que, aunque aquello podría asimilarse al mar no es el mar, porque el mar se mueve y aquello no se mueve, porque el mar es barroco y aquello es la austeridad absoluta, porque el mar cambia de color y aquello no, porque el mar es una experiencia cotidiana y aquello es irreal. Además, el coche no es un barco. Aquellos que hayan navegado (mejor a vela) sabrán la especialísima relación que se establece entre el mar, el viento, el barco y la tripulación. Relación que surge de “la lucha con los elementos” y que sustenta el dicho de que la relación de amistad que se establece entre aquellos que han navegado juntos es indestructible (probablemente se derive de la sensación de poder que otorga el vencer al viento y a las olas). En el salar no hay lucha, no hay poder, no hay equipo. Tan sólo un conductor quechua y otros seis individuos ensimismados en la belleza de algo que es lo más parecido al infinito que he encontrado hasta ahora.
Increíblemente tampoco parece un paisaje nevado. En Turquía, Pamukkale, el Castillo de Algodón, si puede llegar a parecer nevado aunque el blanco sea producido por los depósitos de un agua con grandes cantidades de bicarbonato y calcio, que al evaporarse suavizan las aristas y tiñen de blanco las laderas. Pero en el salar, no. Probablemente sea debido al hecho de que el suelo sea una superficie absolutamente plana, sin elevaciones, sin árboles, sin arbustos, sin agujeros. O a la textura. O al propio índice de refracción de la luz. Pero nadie habla de nieve. De hecho la palabra no se mencionó ni una vez y sólo ahora, reflexionando sobre lo que vimos entonces y al seleccionar las fotografías (pero sin estar en el sitio) he pensado en la posibilidad de que fuera nieve.
El salar de Uyuni ocupa unos 12.000 km2 del departamento de Potosí en el altiplano de Bolivia. Es el mayor desierto de sal del mundo seguido por el Gran Lado Salado en USA (4.400 km2) y el salar de Atacama (3.000 km2). De este a oeste mide unos 250 kilómetros de distancia máxima y de norte a sur unos 150 kilómetros. En sus orillas hay grandes zonas fangosas y, según la temporada, sólo se puede entrar a través de plataformas que hay que saber encontrar. La mejor época para visitarlo es de julio a noviembre porque el salar está casi seco, aunque la contrapartida son las noches invernales muy frías que hay que soportar (normalmente entre -10ºC a -15ºC, aunque en nuestra primera noche en la reserva Eduardo Avaroa, el termómetro marcaba -17ºC). En su centro se encuentra la isla Incahuasi llamada también la Isla del Pescado por la forma de su planta. Desde su cima se tiene una vista extraordinaria de todo el salar. Está poblada de cientos de cactus gigantes (trichocereus pasacana) que pueden llegar a medir más de diez metros de altura.
En la actualidad pienso que nadie se está preocupando de su preservación paisajística. Y no sé si alegrarme de ello. Afortunadamente a ningún político se le ha ocurrido construir una carretera por el medio con la excusa del desarrollo de la región (las huellas obscuras de los neumáticos se borran en la sal cuando llueve) y tampoco están señalizados los accesos, por lo que muchos se piensan el ir de forma individual y recurren a las operadoras turísticas (locales o no). Pero he visto signos alarmantes. La construcción de hoteles, no sólo en los bordes sino en el propio salar (incluso con la etiqueta de construcciones ecológicas) sigue pautas insostenibles. Es decir, se trata de alojamientos para clase media y clase media baja. Grave error. Debería tenerse un cuidado exquisito en el proyecto turístico del salar de Uyuni. De construirse algún hotel debería ser de máxima categoría, nunca dentro del salar y enfocado a un turismo muy caro. Probablemente habría que dejar los “albergues básicos” existentes, pero sin aumentar sus comodidades con objeto de disuadir a las clases medias (sobre todo chilenas) que empiezan a buscar en Uyuni una “marca turística” que las diferencia de las gente que va a veranear a Viña o, incluso, al propio San Pedro. Un turismo masivo sería mortal para el salar. Habría que hacer un estudio de la capacidad de carga turística, determinar el techo en la capacidad de acogida, establecer criterios para la autorización de establecimientos hoteleros y planificar un sistema de accesos adecuado a la capacidad de acogida y a la calidad del producto turístico a vender. Espero y deseo que las autoridades bolivianas estudien la cuestión con todo el rigor necesario. Porque el salar de Uyuni, ese prodigio de la naturaleza en forma de paisaje creado por el mejor paisajista, se lo merece.
No se si volveré alguna vez (me da miedo pensarlo después de mi experiencia en el Tatio diez años después) pero lo que no me cabe ninguna duda es que no olvidaré nunca el paisaje del salar de Uyuni. La imagen del plano horizontal de la sal juntándose en el infinito con el cielo quedará grabada para siempre en mi retina. Comprendo que, para algunos, no suponga una especial emoción (es más, puede resultarles aburrido). En ese caso, lo mejor que pueden hacer es no ir, con lo que aliviarán notablemente la presión turística y, además, podrán dedicar todas sus energías a otros menesteres más animados.