viernes, 10 de octubre de 2008

El paisaje rural como patrimonio cultural

Cuando hablo con amigos de otros países no europeos (sobre todo de Latinoamérica) comprendo las profundas diferencias que se han producido en pocos años en relación con los modos de vida. Sobre todo en lo que se refiere a la relación entre el modo de vida rural y el modo de vida urbano. Cuando era un niño todavía alcancé a conocer como se vivía en una aldea de mi Galicia natal. Esta forma de vida, en la práctica, ha desaparecido ya en la mayor parte de los países desarrollados. Pero todavía tiene una gran importancia en continentes enteros. Sin embargo, su proceso de desaparición es más lento que lo fue en Europa aunque, desde mi punto de vista, sigue las mismas pautas en todos los sitios. Pautas que pasan por la aniquilación de una cultura (lo folk) por los medios de comunicación de naturaleza estrictamente urbana. Esta desaparición de toda una cultura está relacionada con los intentos románticos de mantener determinados paisajes culturales sin que subsista la razón de su existencia.


Si algo ha cambiado a una velocidad vertiginosa, aunque desde la perspectiva de las ciudades no lo parezca, es el llamado mundo rural. Probablemente se trata de un fenómeno del que todavía no nos encontramos a suficiente distancia como para realizar análisis medianamente fiables del mismo. Pero si echo la vista atrás (sin necesidad de acudir a los recuerdos de mi niñez), cuando en el año 1975 realizaba el trabajo de campo para mi tesis doctoral sobre los asentamientos rurales gallegos o, sólo un par de años más tarde, sobre el paisaje manchego, me doy cuenta del largo camino que se ha recorrido en poco tiempo. Hasta tal punto que el mundo rural de hoy en realidad, y trataré de argumentarlo más adelante, no es tal sino simplemente un mundo urbano algo alejado de las ciudades. Esta contraposición entre el mundo rural y el urbano se ha intentado superar con la creación de una tercera vía a imitación de ambas que no es ninguna de las dos y que se ha constituido en el verdugo de ambas. Por eso el material gráfico que incluyo trata de contraponer el mundo rural a esta forma mixta que adoptan las urbanizaciones periféricas de muchas grandes áreas metropolitanas y que imita las aldeas pero que, de hecho, las han condenado a su desaparición. Las fotos del rural gallego son algunas de las que hice para mi Tesis Doctoral en los años 1974 y 1975. El resto corresponden a la periferia de la ciudad de Madrid y están tomadas de Microsoft Virtual Earth. De esta forma también contrapongo los instrumentos únicos globalizados a la labor artesanal de una persona aislada.


Pero como ya he dicho al principio, esto no pasa en todo el planeta. En áreas geográficas muy extensas de África, de América Latina o de Asia, todavía el mundo rural tradicional, el que todos tenemos como arquetipo en nuestras mentes, tiene una importancia decisiva. No sabemos si el futuro de ese mundo rural será similar a la situación actual del mundo rural europeo pero, en cualquier caso, pienso que es interesante ver como hemos evolucionado y los retos a los que nos enfrentamos. Puesto que pretendo referirme al mundo rural, primero debería plantear cual es el objeto de mis intereses. Para ello, siguiendo el esquema clásico, debería contraponerlo al urbano.


Tradicionalmente, desde el célebre artículo de Louis Wirth titulado “El urbanismo como forma de vida”, publicado en la Revista Americana de Sociología, en 1938, la distinción entre lo rural y lo urbano se ha venido basando, esencialmente, en indicadores sociales. Es decir, que la hipótesis de su diferenciación se refiere esencialmente al modo de vida. Se han utilizado otros, sobre todo el tamaño y el tipo de actividad, aunque con escaso acuerdo entre los diferentes autores. Tres de los indicadores más importantes que atienden al modo de vida, se refieren a las relaciones, y son: la superficialidad, el anonimato y el carácter transitorio de las relaciones urbanas. Se supone, por tanto, dada la dialéctica en la que se ha movido tradicionalmente el binomio mundo rural-mundo urbano, que la vecindad, el conocimiento personal y las relaciones permanentes (incluso a través de generaciones) son características propias del mundo rural. A continuación incluyo un párrafo de este artículo:

Los lazos de parentesco y vecindad, y los sentimientos forjados durante generaciones de vida en común, de acuerdo con una tradición popular, probablemente falten -o, en el mejor de los casos, sean débiles- en una agrupación humana cuyos miembros sean de orígenes, antecedentes y niveles educativos tan distintos, como los que se dan en la ciudad. En tales circunstancias los mecanismos de la competencia y del control formal sustituyen a los vínculos de solidaridad que se establecen en una sociedad tradicional para mantenerla cohesionada”.


En el fondo, subyacen las teorías russonianas sobre el “buen salvaje”. En el año 1539, fray Antonio de Guevara escribe un librito titulado Menosprecio de corte y alabanza de aldea, donde ya se encuentran muchas de estas ideas. Como buen montañés (nació en Treceño), fray Antonio se decanta claramente por “el buen salvaje”. Así, en el capítulo V, que lleva por subtítulo “Que la vida de la aldea es más quieta y más privilegiada que la vida de la corte”, puede leerse:

No tiene poca bienaventurança el que bive contento en la aldea; porque bive más quieto y menos importunado, bive en provecho suyo y no en daño de otro, bive como es obligado y no como es inclinado, bive conforme a razón y no según opinión, bive con lo que gana y no con lo que roba, bive como quien teme morir y no como quien espera siempre bivir. En la aldea no hay ventanas que sojuzguen tu casa, no hay gente que te dé codaços, no ay cavallos que te atropellen, no ay pajes que te griten, no ay hachas que te enceren, no hay justizias que te atemoricen, no ay señores que te precedan, no ay ruydos que te espanten, no ay alguaciles que te desarmen, y, lo que es mejor de todo, que no ay truhanes que te cohechen ni aun damas que te pelen.

Es privilegio de aldea que para todas estas cosas aya en ella tiempo quando el tiempo es bien repartido; y paresce esto ser verdad en que ay tiempo para leer en un libro, para rezar en unas horas, para oyr missa en la iglesia, para ir a visitar los enfermos, para irse a caza a los campos, para holgarse con los amigos, para passearse por las eras, para ir a ver el ganado, para comer, si quisieren, temprano, para jugar un rato al triunfo, para dormir la siesta y aun para jugar a la ballesta.”


Claro, este es el mismo discurso que cuando Maria Antonieta decide hacerse “una aldea” en Versalles, con sus cabañitas, el río, las ovejitas, etc., mientras la Corona explotaba a los campesinos “reales” (o directamente les cortaba la cabeza). Digamos que esta es la parte “positiva” del mundo rural, o el mundo rural visto por un urbanita. Luego está el trabajo en el campo, con el ganado o en el monte, la maledicencia, la superstición, la falta de libertad que produce el que todos tus actos estén fiscalizados...Todo esto no es nada más que el comienzo. Es lo que sucedía al principio: la sociedad rural (a pesar de todo) como sociedad de solidaridad, y al sociedad urbana como sociedad alienada.


Para que esta sociedad de solidaridad funcionara era imprescindible que se dieran, entre otras, dos condiciones: la primera, que tuviera un tamaño adecuado para que la mayoría de sus miembros se pudieran conocer; y la segunda, que fuera una sociedad “completa” en la mayor medida posible. Es decir, que la mayor parte de las actividades pudieran realizarse en el círculo cerrado de la aldea, con incursiones esporádicas a centros de mayor nivel. Es lo que me encontraba hace treinta años en mi recorrido por O Cebreiro o a Terra Chá: doscientos habitantes (eso con suerte), el bar, el maestro, el comercio en el que se podía encontrar de todo, el médico de vez en cuando, etc. Mientras tanto los urbanitas inventaban el reloj o necesitaban poner señales de tráfico en las calles. Digamos que existían dos culturas: la urbana y la tradicional (popular o “folk”, que de todas estas formas se la ha denominado).


Tenemos, por tanto, en el momento del crecimiento imparable de la urbanización, un territorio rural caracterizado por pequeños asentamientos en el que los aldeanos realizaban la mayor parte de sus actividades con incursiones esporádicas a “la ciudad” y con un modo de vida en el que el reloj era un objeto casi inservible y donde el tiempo discurría con ritmos distintos a los urbanos.


Pero ambas formas de vida han ido evolucionando y se han trasformado bastante. Un ejemplo: según Durán publica en su libro Agitadores, poetas, caciques, bandoleros y reformadores en Galicia a principios de siglo los gallegos podían leer más de cien periódicos agrarios. En la actualidad se cuentan con los dedos de una mano los periódicos de este tipo (y sobran los dedos). Aunque sea un tópico, no por ello deja de ser verdad: la forma de vida urbana es expansiva, colonial, y en la actualidad está eliminando progresivamente en todo el mundo la forma de vida rural. Es decir, que la evolución de la forma de vida rural consiste, esencialmente, en su desaparición. Sin embargo, no vaya a pensarse que la sociedad urbana no ha sufrido ninguna evolución y que ha vencido en toda regla, porque no es verdad.


Una de las carencias más significativas de la ciudad ha sido, evidentemente, el contacto con la naturaleza. Este problema se ha concretado específicamente en una de las formas que se han inventado los urbanistas para construir la ciudad. Me estoy refiriendo al movimiento de las “ciudades jardín”. Esta orientación, suficientemente conocida y utilizada hasta la actualidad por muchos urbanistas, presenta algunas características peculiares. La primera, se refiere a las bajas densidades: el lema de “las doce casas por acre”, al que se referían Parker y Unwin. En segundo lugar, la descentralización, con el objeto aparente de relacionar más directamente al urbanita con “el campo”. Y, la tercera, aunque no tan específica de este movimiento: la separación de funciones (es decir, la zonificación). Estas tendencias, originadas en el último cuarto del siglo XIX y comienzos del XX, llevadas al límite y deformadas convenientemente con las posibilidades producidas por la movilidad proporcionada por el automóvil privado han dado lugar a lo que muchos autores llaman “ciudad difusa”, “ciudad a trozos” o, simplemente “anti-ciudad”. Se trata del último episodio de aniquilación de la cultura rural por la urbana, y no sabemos hasta que punto, la tradicional del urbanita por otra nueva cuyas consecuencias no sabemos todavía calibrar suficientemente.


Hasta ahora, las ciudades se habían limitado a ocupar espacios más o menos concentrados y, más allá de los últimos bloques o de los más lejanos suburbios, se extendía aquello que genéricamente era “el campo”. En esta nueva y perversa modalidad, la ciudad tiende a ocuparlo todo apoyándose en las infraestructuras y basando su supervivencia en la movilidad originada por el automóvil.


Como ya he explicado muchas veces en foros muy distintos, la tendencia que se adivina es a vivir en pequeñas comunidades residenciales, separadas unas de otras, todas habitadas por personas de parecidas categoría económica y social, que van a trabajar a los grandes centros especializados o al interior de la ciudad tradicional, compran los fines de semana en grandes hipermercados donde, además, ya pueden ir al cine, bailar en una discoteca o cenar en un restaurante italiano. La nueva ciudad se va haciendo así a trozos, ocupando áreas de campo, y dejando espacios libres entre estos trozos. Pero esta progresiva rotura de la ciudad en partes pequeñas no produce espacios de solidaridad como eran las antiguas aldeas, porque en cada trozo no se integran todas las funciones vitales, si no al contrario, la separación se hace cada vez mayor: entre funciones, entre clases sociales, incluso entre espacios.


Este planteamiento no está todavía consolidado, pero se advierte claramente una mayor fragmentación social, mucho más dura e impermeable que lo hasta ahora conocido, con la población ocupando pequeñas islas de territorio, defendidas en algunos casos incluso por cuerpos de seguridad propios, y con un desconocimiento y, en gran medida, desprecio, por todo aquello que no les afecte directamente. Se trata de una nueva forma de vida que no es la urbana tradicional (ya que algunas de las características que hacían “libre el aire de las ciudades” han desaparecido) y que han estudiado sociólogos como Bauman. Físicamente, “el campo” se esfuma. En un libro escrito hace ya algunos años por mi compañero de departamento Ramón López de Lucio, puede leerse:

Ya no existe esa clara distinción paisajística y funcional entre ciudad -con sus distintos paisajes, épocas y estilos- y el campo. Este, a su vez, se disgrega en fragmentos que, de manera, azarosa, interponen separaciones mayores o menores entre las piezas urbanas. Y con frecuencia pierde su carácter primordial de base para las explotaciones agrícolas, hortelanas o forestales, para convertirse en baldíos semipermanentes o en depósito de detritus urbanos, cuya vocación básica parece ser la de esperar que a su vez les llegue el turno para convertirse en nuevos fragmentos de ciudad”.


Paralelamente, la vida en las aldeas también ha cambiado de forma muy acusada. Por una parte ha llegado la mecanización. Incluso determinadas labores que requieren aparatos muy especializados y costosos, como la cosecha o el rociado de insecticidas mediante avionetas, las empiezan a realizar empresas que contratan los propios interesados para esas labores específicas, con lo que el agricultor, cada vez más se convierte en un empresario que tiene que conseguir fondos europeos, gestionar créditos, contratar personal (normalmente sin cualificar, es decir que no son agricultores), etc. Por otra, el automóvil ha cambiado radicalmente sus posibilidades de movilidad. Ya no compra en el pequeño comercio de la aldea, y le apetece cada vez menos “ir a visitar los enfermos, irse de caza a los campos, holgarse con los amigos, passearse por las eras, ir a ver el ganado, jugar un rato al triunfo, dormir la siesta o jugar a la ballesta”, como nos decía Fray Antonio. Probablemente a menos de cincuenta kilómetros le espere un gran hipermercado, con cines o cafeterías y restaurantes. Así que el concepto tradicional de aldea también se va deshaciendo y, los pueblos se van pareciendo cada vez más a las islas urbanas en que se están convirtiendo las ciudades.


De forma que la ciudad y la aldea la irse aproximando, se van pareciendo más y más. El proceso no es el mismo que hace un siglo. Entonces, la ciudad al crecer de forma compacta absorbía las aldeas, rehaciéndolas e integrándolas en la trama urbana. Ahora, normalmente la ciudad llega a ese campo rota en decenas de esquirlas urbanas mimetizadas por las aldeas en su crecimiento de manera que las modas, las construcciones arquitectónicas o las formas urbanas son similares. Es decir, que la aldea se convierte en una esquirla más de la ciudad aunque sus habitantes se dediquen a la agricultura o a la ganadería.


Este proceso de aniquilación de la cultura rural va acompañado de una recesión de la forma de vida urbana tradicional que, sin embargo, se opone tenazmente a desaparecer, porque los centros de las ciudades históricas se resisten a convertirse en lugares segregados social y espacialmente en los que el espacio público pase a ser una infraestructura de comunicación (peatonal o no) en lugar de un territorio de relación. Sobre este tema ya he dedicado muchas entradas en el blog. Sin embargo he escrito poco sobre el llamado “campo”. Este campo que todavía existe en partes importantes del planeta pero que en Europa ya ha desaparecido casi en su totalidad (todavía resiste alguna pequeña aldea gala…). Por supuesto que hay explotaciones ganaderas, agrícolas o forestales, pero el modo de vida que tradicionalmente iba ligado a ellas, no. Esta sensación de haber perdido algo irremplazable es la misma que tenía Roger Heim cuando denunciaba la desaparición de tantos “monumentos vivientes”. La diversidad cultural es tan importante para la Humanidad como la biodiversidad para la naturaleza. Cuando una lengua, una forma de vida, un oficio, se pierde, todos somos algo más pobres. En Europa hemos perdido ya la cultura que cimentó las ciudades que no es otra que la cultura rural, pero ahora estamos perdiendo también la cultura urbana tradicional. Por muchos Paisajes Culturales que queramos conservar como museos el daño está hecho.


El desprecio sistemático por las formas de vida alternativas, la condena a sus practicantes como apestados (a veces como locos fuera del sistema), nos conduce directamente a una forma de pensar única y a una cultura universal en la que todos hablaremos inglés, tendremos Windows (o Google), beberemos Coca-Cola, veremos a través de unas gafas con monturas rectangulares o nos desplazaremos a un museo del “cultivo en terraza” donde unos falsos agricultores subvencionados por la Unión Europea cultivarán productos hortícolas que luego quemarán porque no cumplen los requisitos agrícolas de homologación. O iremos a un restaurante al borde de un antiguo molino de agua donde una especie de molineros – animadores culturales nos enseñarán (mientras comemos) como se molía el trigo. La harina resultante luego se tirará al río porque, tanto los costes de transportar ese trigo como de comercializar la harina, hacen que lo único rentable sea el restaurante donde, por supuesto, la harina que se utilizará para hacer las comidas vendrá de no se sabe qué industria harinera situada en no se sabe qué país. Pienso que el concepto de Paisaje Cultural no se debería parecer a nada de esto. Cualquier día me invitarán a visitar el Parque Temático del Campo donde remedos de agricultores o remedos de ganaderos nos enseñarán como se aventa el trigo o como se conduce un rebaño. Eso sí, hasta que suene el timbre de salida, momento en el cual se vestirán como cualquiera de nosotros subirán en su coche y se encaminarán a la urbanización donde “viven” sin ver a nadie más que a sus iguales.


Lamento el tono del artículo (demasiado pesimista para lo que suele ser habitual en mí) pero recientes conversaciones acerca del llamado Paisaje Cultural y su significado sencillamente me han parecido una tomadura de pelo. Es evidente que Europa está decrépita pero ¿hasta el punto de intentar sustituir la realidad por una simulación con el exclusivo objeto de conseguir un beneficio económico? En un momento como este en el cual se está viniendo abajo todo el edificio neoliberal con el pensamiento único a la cabeza, y se está viendo que la globalización mal entendida nos hace tremendamente vulnerables a cualquier catástrofe ¿no sería bueno empezar a pensar de otra manera? ¿a admitir lo diverso? ¿a fomentar modos de vida alternativos? No se trata de negar la forma de vida actual ni propongo una vuelta al pasado. De ninguna manera, el pasado no volverá nunca. Lo que habría que pensar es en un futuro diferente, más rico en diversidad, sin monopolios de pensamiento ni de vida. El mantenimiento del Paisaje Cultural europeo no puede hacerse basado en la falsedad, la tramoya y el cartón piedra. El Paisaje debería ser, ante todo, la fachada de una vida que hay detrás. No la fachada sin nada al otro lado del muro. No se pueden resucitar los paisajes agrarios tradicionales a base de decoraciones subvencionadas. Ni los falsos pastores simplemente para que pongan una nota folk en un paisaje aburrido.