Uno de los problemas más importantes que produce la urbanización es la modificación de la permeabilidad del suelo. No se vaya a pensar que los “suelos naturales” son siempre suelos permeables. Su porosidad viene medida por el llamado “factor de impermeabilidad” que es la cantidad de lluvia que resbala sobre un suelo determinado. Un suelo de pizarra, por ejemplo, puede llegar a tener un factor de impermeabilidad de 0,95 mientras que una cespedera apenas llega al 0,03. Sin embargo en la mayor parte de las superficies urbanizadas este factor es cercano al 1,0. Son los llamados suelos duros. Aparentemente los suelos duros tienen grandes ventajas: son fáciles de mantener y de limpiar (y por tanto más baratos), cuando llueve no se camina sobre un lodazal sino sobre una superficie adecuada al calzado moderno y, sobre todo, permiten que los arquitectos realicen bonitas plazas y diseñen calles fotogénicas que se reproducen muy bien en las revistas correspondientes.
Pero la utilización de estos pavimentos impermeables implica graves distorsiones, sobre todo en el funcionamiento hidrológico de las cuencas. Así, producen un exceso medio de dos tercios en el agua que escurre respecto a los terrenos naturales. Esto significa que todo este exceso de agua circulando por la superficie del terreno hay que recogerlo, canalizarlo y llevarlo a lugares adecuados donde no moleste o no produzca desgracias o daños materiales (y no siempre es posible hacerlo de forma adecuada). El segundo efecto indeseable es que el agua, al no ser absorbida por el terreno sino conducida directamente a los cauces, no recarga los acuíferos subterráneos ni los niveles freáticos que, progresivamente van bajando más y más con las dificultades que esto implica para el mantenimiento de la vegetación.
Pero producen otro tipo de problemas. Por ejemplo, se les supone responsables de las dos terceras partes del aumento de la temperatura en las áreas urbanas (fenómeno que se conoce con el nombre de “isla de calor”) debido a varios factores combinados como son la capacidad de acumular calor, la ausencia de evapotranspiración o el coeficiente de albedo, típicos de estos materiales. Aunque esta “isla de calor” puede ser buena o mala (según el clima), en general en nuestro país se trata de un fenómeno a evitar. A quien le interese el tema puede empezar por bajarse y leer (lo siento, está en inglés) este .pdf de la EPA (la Environmental Protection Agency norteamericana). No quisiera extenderme demasiado en estos problemas pero no puedo dejar de mencionar su responsabilidad casi completa en la polución mediante hidrocarburos contaminantes, la sonoridad producida por reflexión o la imposibilidad de realizar plantaciones en las condiciones adecuadas de sostenibilidad.
Estos pavimentos impermeables que normalmente pisamos en nuestras calles, urbanizaciones y aparcamientos son, por tanto, una fuente de insostenibilidad de nuestras ciudades. Por supuesto que son necesarios. A nadie le gusta caminar por un lodazal. Pero no, probablemente, en las cantidades en que los estamos poniendo. Debería de existir una relación entre el suelo cementado y el natural que no habría que sobrepasar dependiendo de varios factores. Lamento tener que dar números USA pero estos datos son fácilmente extrapolables a resto de urbanizaciones en la mayor parte de los países desarrollados. Los datos, de Cappiella y Brown del año 2001, son algo antiguos pero no creo que hayan cambiado mucho las cosas. En el gráfico se puede ver la relación entre la superficie cubierta por los tejados y las áreas pavimentadas por la urbanización en diferentes situaciones.
Sea cual sea la situación el problema viene (como puede observarse) esencialmente de las calzadas, aceras y superficies de aparcamientos. Querría, en primer lugar, dejar zanjada la cuestión de la superficie cubierta por los tejados. A día de hoy existen soluciones muy nuevas para cubiertas planas que palian en cierta medida algunos de los inconvenientes. Incluso con la posibilidad de reservas de agua. Sin embargo no voy a plantear el tema de las cubiertas, sino más bien el de las calzadas, aceras y pavimentos. Aunque la cuestión, en general, es bastante compleja, podríamos resumirla diciendo que están apareciendo una serie de pavimentos (llamados pavimentos porosos o permeables) que parece concilian los mejor de los suelos duros y de los terrenos naturales.
Pero esto es verdad sólo en parte. Alguien incluso podría decir que concilian lo peor de ambos mundos. Este tipo de pavimentos tienen una propiedad importantísima y es que permiten el filtrado del agua de lluvia en unas condiciones aceptables reduciendo la escorrentía y permitiendo la recarga de los acuíferos y la elevación del nivel freático. Quien esté interesado en sus ventajas puede visitar, por ejemplo, la página de Atlantis donde están claramente expuestas. Respecto a las desventajas son también muchas (aunque no aparezcan en la citada página). Por ejemplo, la situación no es tan idílica en lo que se refiere a la evaporación (en algunos casos de pavimentos que permiten ciertas plantaciones podríamos hablar de evapotranspiración) si los comparamos con el terreno natural. Y desde luego no admiten comparación con los pavimentos duros en lo que se refiere al mantenimiento ya que precisan de una serie de labores periódicas si se quiere que mantengan sus propiedades a lo largo del tiempo. De todas formas, cuando hablamos de pavimentos porosos no nos estamos refiriendo a un único tipo de pavimento. Hay muchos sitios donde se puede encontrar información sobre este tipo de pavimentos. Para mí, un libro interesante es el de Ferguson (Porous Pavements, 2005) de donde están extraídos algunos datos de este artículo.
También existen muchos ejemplos en todo el mundo de realizaciones prácticas. Incluso premiadas. Por ejemplo, podéis encontrar aquí una Buena Práctica en la ciudad de Madrid considerada como GOOD en el concurso de Dubai de 2004. Incluso esta ciudad ha incorporado a sus ordenanzas (en este caso a la Ordenanza de Gestión y uso eficiente del agua) párrafos como el siguiente: “En todas las actuaciones de urbanización, incluidos los proyectos de urbanización de planeamiento, los proyectos de obra de urbanización de espacios libres públicos y los proyectos de edificación que incluyan el tratamiento de espacios libres de parcela, deberán utilizarse superficies permeables, minimizándose la cuantía de pavimentación u ocupación impermeable a aquellas superficies en las que sea estrictamente necesario. Esta medida será de aplicación en todos los espacios libres.” (art. 8). Pero también en otros lugares como Chile, Minneapolis, México o Navarra por mencionar los primeros ejemplos que se me han ocurrido.
Podríamos decir que este tipo de actuaciones son “remedios paliativos” pero que habría que tender a reconvertir la mayor cantidad posible de metros cuadrados de superficies impermeables en terreno natural, además adecuadamente tratado para que los usos urbanos no lo conviertan progresivamente en impermeable. Por desgracia, esta no parece ser la tendencia en ningún lugar del mundo. Como me gusta trabajar con datos, recurro a un trabajo de una de mis alumnas del doctorado de La Serena (Chile) que calculó cual está siendo la evolución en esta ciudad. Sandra Godoy (que es el nombre de la alumna) calculó la evolución de este tipo de superficies en cuatro lugares de la ciudad: Puente Zorrilla, Plaza de Armas, San Francisco y Avenida de Aguirre. Lo hizo respecto a las intervenciones producidas en los últimos tres años, y los resultados no pueden ser más desalentadores.
Dice en sus conclusiones que “los suelos duros en los espacios públicos del centro de La Serena, aumentaron los últimos tres años, en promedio un 54,9%, esto promediando los cuatro espacios analizados”. También que “Durante los últimos tres años, las políticas municipales que se han adoptado en relación a las áreas verdes de la ciudad de La Serena, tienden al aumento de áreas duras en ellas. Las razones que esgrimen quienes han promovido esta medida, tienen relación con abaratar los costes de mantenimiento de las áreas verdes de la ciudad, para destinar estos recursos a temas sociales de mayor urgencia, como si las áreas verdes no fueran un tema social de alta sensibilidad. De esta manera la utilización de suelos duros y sobre todo pavimentos, resulta una buena alternativa que ahorra a la municipalidad gran parte de los costes de mantenimiento.”
Estas reflexiones pienso que pueden ser aplicadas a todos los lugares del mundo. Sin embargo, los beneficios obtenidos respecto al confort urbano y reducción de la huella ecológica de nuestras ciudades nunca se computan en forma monetaria. Si se hiciera así probablemente la forma de ver la cuestión cambiaría de forma notable. No me gustaría terminar este articulo sin mencionar el Plan Especial de Indicadores de Sostenibilidad Ambiental de la Actividad Urbanística de Sevilla. A este plan, realizado por la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona (que dirige Salvador Rueda) le he dedicado un artículo entero en este blog. Pues bien, en su apartado 5 relativo a los indicadores relacionados con la biodiversidad incluye un indicador que es el Índice de Permeabilidad. Aunque el indicador (y sobre todo su cálculo) resultan algo confusos, de lo que no hay duda es de que se trata de una medida importante para conocer el grado de sostenibilidad de un área urbana.
En el apartado “significado del indicador” puede leerse: “La producción de ciudad lleva consigo el sellado y la impermeabilización de buena parte del territorio que se urbaniza. Esto supone restringir de manera drástica la posibilidad de vida vegetada y, sin ella, la de multitud de organismos dependientes, aparte de consecuencias que tienen que ver con el microclima y el confort urbano, la isla de calor, el ciclo hídrico, la contaminación atmosférica, etc. El índice de permeabilidad pretende evaluar el nivel de afectación de la urbanización y el impacto de este sobre el territorio ocupado. Por todo ello, parece razonable desarrollar patrones de urbanización de bajo impacto tanto en los nuevos desarrollos como en operaciones de reurbanización, evitando el sellado masivo y la impermeabilización de suelos o el empleo de materiales poco saludables en los proyectos de urbanización.” No podemos estar más de acuerdo con estas afirmaciones.
Resulta imprescindible ir cambiando la cultura de los planificadores y diseñadores urbanos para que incluyan entre sus variables del plan (por ejemplo, en las ordenanzas) o del proyecto, consideraciones relativas a la impermeabilización del suelo de nuestras ciudades. Ya no sólo por razones de eficiencia sino también por otras relacionadas con la realidad de nuestro planeta. Existen muchos niños que viven en casas cuya única relación con la naturaleza es una maceta. Que bajan a la calle a jugar en unos aparatos prefabricados situados sobre una capa de arena lavada (e incluso desinfectada), o sobre unas losetas de caucho o de material plástico. Que pasean con sus padres sobre unas aceras pavimentadas con baldosas hidráulicas y en las cuales se han dejado unos pequeños agujeros tapados con rejas de hierro de los que salen unos pobres árboles (que José Martínez Sarandeses calificaba de “estrangulados por la ciudad”) que casi parecen más una parte del mobiliario urbano que un ser vivo. Luego no es extraño que cuando vuelvan a casa se coman literalmente la tierra de las macetas. Es que, sencillamente, la Tierra les resulta ajena.