domingo, 24 de enero de 2010

El ser y el estar, una reflexión en el paisaje

Al terminar el semestre es tiempo de los alumnos. Hoy traigo al blog un trabajo que se realizó para el Máster Universitario del Departamento y cuya temática sobre Territorio y Paisaje también imparto conjuntamente con la profesora Ester Higueras. Independientemente de sus valores científicos (que los tiene) este ensayo es formalmente bello. Dado que esto es algo que normalmente no suele producirse me gustaría compartirlo con todos en este espacio que une tantas cosas. A pesar de no ser muy extenso tiene más de veinte folios, por lo que no me ha quedado más remedio que resumirlo. Y resumir un trabajo que literariamente contiene valores estimables es aventurado. Lo he hecho podando el trabajo original. Le he quitado casi todas las citas (particularmente la carta que envió en 1855 el jefe indio Seattle de la tribu Suwamish al presidente de los Estados Unidos Franklin Pierce y que ocupa tres folios), la bibliografía (con autores tan atípicos en un trabajo de estas características como Plotino, Schröedinger, Séneca, Kant o Aristóteles) y partes enteras que entiendo se pueden suprimir sin que se pierda demasiado la línea argumental del ensayo. Además he unido párrafos para adaptar el ritmo de lectura al sistema que sigo en el blog (Rafa, lo siento, comprendo que he destrozado en parte la belleza del relato). A pesar de todo resulta una entrada muy larga pero pienso que queda mejor así que dividida en dos partes.

Getafe, la zona de intervención (Google Maps)

La referencia que se hace al paseo por el municipio de Getafe se debe a que era el lugar de la actuación propuesta en el Máster para este semestre. Dado que en el trabajo no hay más material gráfico que el correspondiente a la portada, todas las imágenes que aparecen (menos la citada que se reproduce abajo) las he puesto yo. Responden a la idea de que una buena parte de la formación del canon de belleza del paisaje en el momento actual se hace a partir del mundo digital y mediante sistemas tan “descontrolados” como, por ejemplo, los fondos de escritorio que acompañan los sistemas operativos de Microsoft. Las ocho primeras imágenes corresponden a Windows XP, las ocho siguientes a Windows Vista y las ocho últimas a Windows 7. Puede parecer contradictorio con la tesis del trabajo (el paisaje hay que vivirlo) pero una buena parte de la vida de mucha gente se desarrolla en entornos digitales. Habría que proponer algún trabajo de investigación sobre el paisaje en los fondos de escritorio de los sistemas operativos de Microsoft (no sólo de los originales que se incluyen con el propio sistema operativo). Para facilitar la lectura tampoco he entrecomillado el texto ni he usado la cursiva, pero la autoría de todos los párrafos que vienen a continuación corresponde a su autor.

El ser y el estar, una reflexión en el paisaje
Autor: Rafael García Suárez


Carretera y paisaje (del autor del trabajo)

Todos guardamos recuerdos de nuestra infancia, recuerdos de momentos curiosos o de situaciones que nos marcaron para siempre. Lo más bonito de recordar es idealizar los recuerdos, convertir nuestra memoria en la biblioteca del saber a la que acudimos cada vez que necesitamos que nos expliquen el presente que no entendemos. Esto es lo que me pasa a mí con los recuerdos de mi infancia. Los niños no sabemos por qué pasan las cosas y pensamos que todo lo que sucede a nuestro alrededor sucede porque tiene que ser así. Según nos hacemos mayores nos convencen de ideas que al principio no entendemos pero que terminamos asumiendo tarde o temprano. Y lo hacemos porque no tenemos tiempo para recordar lo que aprendimos de niños.


En mi memoria guardo los momentos en los que tras largas horas de viaje llegábamos al pueblo de mi abuela. Antes de entrar en él, a modo de frontera, había una curva muy peraltada que cruzaba un río mediante un pequeño y sutil puente de piedra, era tal el peralte que incluso se veían las truchas nadando, o eso me imaginaba yo. Nada más bajar del coche nos soltaban por “el paisaje” hasta el día que nos volvían a recoger para volver a la ciudad. Durante aquel largo mes, lo único que hacíamos era aprender a vivir en la naturaleza, el horario lo imponía el sol, la comida nos la daba la huerta y el juego…el juego consistía en subir a los árboles, dar de comer a los animales o perseguir saltamontes para utilizarlos como cebo para pescar truchas. De aquellos días de verano había uno que superaba en emoción al resto, era el día en el que los mayores se volvían locos e incendiaban el campo, ¿cómo era posible que ellos mismos provocasen aquello que tanto temían? supongo que hay cosas que es mejor no preguntarse cuando eres un niño. Lo más impactante para mí era ver como el fuego obedecía a mi abuela, hacía lo que ella le pedía y se iba cuando ella lo ordenaba.


De vez en cuando, mi madre nos llevaba a bañarnos al río, cerca de un molino que por lo visto fue el encargado de moler el maíz para todo el pueblo durante lustros. Estaba abandonado en medio del bosque, y como estaba construido a base de sillares de granito era difícil distinguirlo de las rocas que lo rodeaban, jamás me produjo ninguna sensación molesta; todo lo contrario a la pequeña central eléctrica que se encontraba a pocos metros del molino, con sus grandes postes de acero que salían por las paredes y sus cables eléctricos, me hacía sentir incomodo, sabía que aquello no debería estar donde estaba. Nunca sabré por qué no era igual que el molino. Los años fueron pasando y la edad me permitió poder adentrarme más en la cultura, el entorno y la gente que por aquel gran valle vivían. El significado del valle no lo descubrí hasta que no paseé por sus laderas, ríos, caminos y los altos montes que lo flanqueaban, fue entonces cuando entendí porque siempre corría menos aire en el pueblo que en otras zonas, porque pasaba un río por allí, porque el camino estaba donde estaba y por qué la forma más rápida de salir del pueblo era por donde transitaba la carretera. Todo era así porque tenía que ser así, era lo que era porque no había otra manera mejor de ser.


Gracias a mi abuela aprendí a pasear. De vez en cuando la acompañaba por los alrededores y me iba enseñando el por qué de cada cosa. Yo la escuchaba y jamás dudé de sus palabras, cada cosa que me contaba tenía una explicación sencilla y agradable, el puente, el camino, la fuente, las otras aldeas, el cementerio, los bosques y lo que más le gustaba contarme: las historias de las sendas y los caminos que se dejaban adivinar en el paisaje. Han pasado muchos años y he vuelto al pueblo cada vez que he tenido la oportunidad, ahora la carretera que entra al valle lo hace casi en línea recta, mordiendo cada cerro que intenta impedir su rectitud, incluso se eleva sobre pilares para no subir y bajar por las colinas. La curva que estaba antes de la entrada ha desaparecido, ya no hay río. Las truchas se han escondido porque las grandes farolas que iluminan el cielo les dan miedo. No hay más gente que antes en el pueblo, pero si hay más servicios, la modernidad ha traído unos camiones de basura que recogen gran cantidad de bolsas de diversos colores que no sabemos muy bien que contienen. Y yo me pregunto ahora, ¿dónde estaba la basura de la casa de mi abuela? Yo nunca la vi. Mis recuerdos adivinan un gran cubo al que se echaban los desperdicios de las comidas y que luego servía como parte del alimento de cerdos y gallinas. Ahora ya no hay cerdos, no hay basura y no hay gallinas. Tampoco hay incendios controlados ni árboles a los que subir porque no hay niños que quieran subirlos, mejor dicho porque ya no son árboles, son mobiliario urbano. Sin embargo no hay más gente viviendo en el pueblo, aunque quizás los que hay van tan deprisa que los ves pasar muchas veces dando la sensación de multitud y por eso es necesario iluminar más la calles, hacer carreteras más anchas, construir casas cada vez más separadas entre si y sobre todo colocar grandes postes de telefonía para que “tal cantidad” de gente pueda hablar con los teléfonos móviles.

Olvidé preguntarle a mi abuela que era el paisaje. Quizás me hubiese respondido invitándome a caminar con ella.

El ser y el estar

No es nuestra intención desmontar la visión contemporánea de la naturaleza en favor de la visión clásica, no se trata de volver al pasado, ni de descubrir un nuevo pensamiento que ilumine el futuro. Tan sólo se pretende en este breve ensayo incitar a reflexionar acerca de nuestra actitud frente al mundo que nos rodea, indagando sobre la idea del “ser” y el “estar” como formas de enfrentarnos a la realidad. Lo primero es despojar al concepto de “naturaleza” de todas las acepciones que lo han ido desvirtuando desde su origen. Physys para los griegos o natura para los romanos es simplemente el ser de las cosas, el ser del universo y de todo lo que nos rodea, lo sobrenatural, lo artificial o lo metafísico también forman parte de esta naturaleza. Es por tanto primordial en este estudio aceptar esta sencilla idea: el entendimiento de la naturaleza como el ser de las cosas, de todas las cosas. Y partiendo de esta hipótesis que consideramos cierta, miremos el mundo con otros ojos, empezando por el paisaje que adoptaremos como excusa para ensayar nuestra hipótesis.


Fueron los griegos los que marcaron el pensamiento del mundo occidental, legaron multitud de escuelas y reflexiones que nos han ido guiando durante más de dos mil años y que hasta el nacimiento de la “modernidad” fueron una manera de explicar la naturaleza que permitió la convivencia del hombre con el resto de posibles realidades. Nuestra posición frente al entendimiento de las “cosas” ha girado siempre en torno a dos pilares fundamentales, el primero se basa en la idea apriorística: “lo que es és y lo que no es, no es” y la otra idea es la que considera el mundo sensible como lo único realmente existente, el mundo de los sentidos. La ciencia que sólo acepta lo que se puede explicar con lo tangible frente al conocimiento de lo intangible de la metafísica. En esta dualidad hemos navegado durante siglos, y de manera más acentuada desde finales del siglo XIX, desde la revolución industrial. Hasta hace muy poco el cisma entre ambas posturas era absoluto, la visión metafísica quedaba relegada al campo de las religiones, y estas a su vez la utilizaban como fundamento de sus reglas éticas y morales. Por otro lado la ciencia se apartaba, en ocasiones de manera despectiva del mundo de lo intangible por considerarlo indemostrable a partir de los postulados de la razón. Los aprioristas, dentro de los que podemos clasificar a Platón y a los neoplatónicos como Plotino, basan su pensamiento en la existencia de un todo del que emana el resto de la realidad, primero la que no vemos, es decir el mundo de lo inteligible o las ideas y posteriormente el mundo que vemos, el alma del mundo.


Pero a nosotros nos interesa las consecuencias que tiene en el modo de enfrentarse al mundo sensible este tipo de pensamiento basado en la idea de la unidad y de la existencia de “ideas” inteligibles. Una de las expresiones más bellas de este pensamiento es la idea del alma. Todas las palabras antiguas que designan el “alma” significan aire o respiración y de las mismas proceden los modernos conceptos de expirar, animado, inanimado, psicología, etc… Es una manera de relacionar el alma con la vida, pero que nos plantearía, en principio, la idea de que aquellas cosas que no tengan vida, que sean inorgánicas, no tendrían alma. Platón y Aristóteles se encargaron de estipular una clara división entre lo vivo y lo inanimado, lo vivo es aquello que se mueve por sí mismo, un hombre, un gato, un pájaro, el sol, la luna o la tierra. Este pensamiento, provoca indirectamente la segregación de la naturaleza, su clasificación entre aquello que posee alma y aquello que no la tiene. Pero no implica necesariamente una discriminación negativa de la naturaleza, su fin es el conocimiento. Un conocimiento basado en la virtud, sinónimo de sabiduría, justicia y bondad como luego veremos. Pensar en una unidad formada por partes jerarquizadas no implica discriminarlas, al igual que un padre ama por igual a sus hijos aunque los jerarquice en función de su edad.


Qué alejados de las verdaderas enseñanzas platónicas estarían aquellos que sólo quisieran ver un mundo de clases, un mundo clasificado en partes diferentes, unas en sometimiento a las otras, porque lo que de verdad nos muestra Platón es una realidad que surge de un todo, y ese todo no puede ser maquiavélico con sus partes, porque sus partes forman la unidad. En el análisis de un paisaje, de un entorno no podremos percibir más que la esencia de una única cosa, y a partir de esa percepción podremos interactuar en él. Cuanto más nos alejemos de esa idea de unidad global, más alejados estaremos del bien, de la belleza o de una actitud correcta y virtuosa. Cuanto más nos acerquemos al mundo de los sentidos y más nos dejemos engañar por él, más engañada estará nuestra alma y más difícil nos resultará actuar correctamente, si nos dejamos llevar por la mera satisfacción en forma de recompensa pecuniaria que supone la implantación de una torre de telefonía móvil en lo alto de la colina, sin entender la unidad global de “la colina” nos alejaremos de la virtud, la justicia, de la belleza del alma y de la sabiduría y nos acercaremos a la fealdad y a lo malo, a lo injusto y malvado. Sin embargo, si conseguimos entender el “todo” de la colina incluido el nuevo elemento que debemos colocar en ella, y nos referimos a entender la unidad formada por muchas partes diferentes, entonces probablemente conseguiremos acercarnos a la belleza, a la virtud y a la justicia. De esta idea de “unidad” emanan los conceptos del alma, la belleza, la justicia, la virtud o la bondad.


Esto (se refiere a una cita de Demócrito que he suprimido) nos introduce en la segunda visión de la realidad que queremos abordar en esta reflexión. El sensorialismo, el imperio de los sentidos, la realidad leída a partir de lo que vemos, oímos, tocamos o saboreamos, la actitud del “estar” frente al “ser”. La imagen del mundo que nos presentan los sentidos es quizás para el hombre moderno más sencilla y cercana que aquella que deja en lo inteligible, en el mundo de las ideas, la responsabilidad de explicarnos el universo. Se trata del fenosistema frente al criptosistema, se trata de lo que percibimos a través de los sentidos frente a la realidad que necesita de la ayuda externa para ser explicada, bien sea a partir de alcanzar un estado del alma superior o bien a partir de artilugios mecánicos que nos permitan ver lo que se oculta a nuestros ojos. Este pensamiento sensorialista es el que ha ahondado más profundamente en la mente del hombre, es sin duda principio fundamental de la ciencia, del racionalismo, del empirismo o del mecanicismo, es la manera directa de entender la naturaleza, no necesita más que de los sentidos. Es la fuente de la que emana el imperialismo de la razón y que a lo largo de la historia se ha enfrentado fratricidamente al pensamiento metafísico de las ideas del alma y de Dios con la misma fuerza que este lo ha hecho en sentido contrario. Ambas corrientes han fundamentado parte de su estructura del pensamiento a partir de las cenizas del contrario, negando siempre lo anterior por el simple hecho de ser diferente y , sin embargo, muchas veces no antagónico.


De las escuelas griegas de Mileto surgen Tales de Mileto o Pitágoras, son los primeros racionalistas que intentar entender la naturaleza de las cosas de una manera “científica”, entienden que toda la materia está dotada de alma (pero no entendida desde el punto de vista platónico), sea esta orgánica o inorgánica. Niegan la existencia de dioses causantes de acciones o espíritus del más allá origen de lo que vemos. Son los precursores del método científico y sus bases se fundamentan en el sensorialismo. Gracias a ellos podemos entender porque no se debe urbanizar la llanura de inundación de un río, pero no podemos valorar el impacto visual de la torre de telefonía que queremos colocar en la colina.


Llegados a este punto, nos encontramos con las dos visiones de la naturaleza enfrentadas en cuanto al conocimiento del “ser”, las ideas apriorísticas frente a las sensorialistas. Las segundas abren el camino al entendimiento científico de la naturaleza pero son corrompibles también por esta, algo que en los últimos años ha quedado en evidencia con las nuevas observaciones del universo. Los sentidos son también fácilmente alterables bajo la influencia de la pasión y el placer, desvirtuando así el conocimiento de la naturaleza, des-haciendo la virtud que es propiedad del alma. Pero es sólo a partir de los sentidos como podemos leer la realidad, y es sólo mediante metodologías científicas como podemos alejarnos de la subjetividad y de la pasión de los sentidos. Ahora bien, el racionalismo científico no nos da explicación a la belleza, el amor o la justicia, en última instancia se abstrae de los sentidos y se aleja del corazón. Es tan capaz de justificar la construcción de una planta eólica en lo alto de una colina, como capaz es de convencernos de su enorme impacto en el paisaje. Los sentidos, son por lo tanto, el primer instrumento que utilizamos para entender la naturaleza del ser, pero no son suficientes para completar su conocimiento.


La visión de un viaducto uniendo dos colinas se realiza a través del ojo, podemos medir la cantidad de luz que llega a la retina, la forma y grado de incidencia, e incluso llegaremos a poder reproducir artificialmente la visión del hombre. Gracias a ello, empírica y metodológicamente podremos realizar tablas que nos permitan clasificar las distintas reacciones humanas ante la visión de una misma cosa. Esto, sin duda, ayudará al bien común. Pero seguiremos sin saber por qué el acueducto de Segovia nos resulta más bello que el viaducto que atraviesa una gran avenida urbana. Es en ese punto donde interviene el alma, será ella la que nos permita discernir entre lo bello y lo feo, entre lo malo y lo bueno, entre lo justo o lo injusto. Y cuanto más virtuosa, bondadosa justa y templada sea, más bella será el alma. Y cuanto más se acerque a la belleza más cerca del bien común estará y más acertadas serán sus decisiones. El sabio será aquel que tenga un alma más bella. Cómo acercarse a la sabiduria es lo que intentaremos tratar ahora.

De la belleza, de la felicidad, la justicia y la virtud

Una de las ideas fundamentales en torno a la que gira nuestro estudio es la idea del “bien”, es una idea “a priori” que entendemos desde el punto de vista platónico porque es algo que nos es dado de manera innata, su conocimiento no se adquiere. Partimos de considerar que todos tendemos hacia el bien. Y cuando nos acercamos al “mal” lo sabemos, lo intuimos. Son ideas que son inherentes a nuestra naturaleza humana. Por otro lado, en la medida que nos alejamos del interés general, nos alejamos del “bien”. Cuando instalamos una torre de telefonía en lo alto de nuestra parcela, lo hacemos para obtener un beneficio económico particular, pero si la decisión la dejamos en manos de la comunidad, elegiremos un lugar que participe del beneplácito de todos, y según aumentemos el tamaño de dicha comunidad, aumentaremos el “bien común”. El límite está en la globalidad total, teóricamente podríamos decir que el límite es el infinito del universo, y por lo tanto el límite del bien es infinito. Es por ello, que la unidad, el infinito, el todo, es sinónimo de perfección y de bondad, y cuanto más nos alejemos de ello, más nos acercamos al mal.


Esta visión neoplatónica es una actitud frente a la vida que, lejos del “idealismo” materialista actual, o del pragmatismo mal entendido, nos presenta un camino y unos instrumentos que pueden ser, en una sociedad global, tremendamente útiles y necesarios. Es necesario indicar que la línea que se sigue al considerar el “bien” como eje de un pensamiento no es única del movimiento platónico, es común a multitud de ramas del saber a lo largo de miles de años. Es por lo tanto, la bondad sinónimo de belleza. Edmund Burke, en su tratado De lo sublime y de lo bello nos dice que la belleza causa amor, que la belleza “no exige el auxilio de nuestro razonamiento”, que no es producto de las proporciones y que las “ideas matemáticas no son las verdaderas medidas de la belleza”, nos hace una descripción de todas las causas posibles de la belleza, nos habla de cualidades físicas que, según él, son origen de la belleza. Pero a nosotros nos interesan las conclusiones que obtiene de su indagación y no tanto la metodología de la estética que nos ayudaría a encontrar lo bello. Edmund Burke nació en 1729, fue ante todo un político que en su juventud se interesó por temas filosóficos.


En nuestro estudio no pretendemos encontrar las causas racionales de lo bello, no pretendemos medir la belleza porque confiamos en que otros ya lo han hecho con mayor o menor fortuna, nosotros pretendemos indagar en el “ser” de la belleza y no en el “estar”. Ante el paisaje, nos encontramos con dos sujetos el activo y el pasivo, la naturaleza y el hombre. Es la virtud en el hombre lo que la belleza al paisaje, es la belleza del paisaje que alienta la virtud del hombre, y es la virtud del hombre la que conserva la belleza del paisaje. Hacemos esta sutil diferenciación de la virtud y de la belleza para facilitar el entendimiento de ambas, pero podríamos tratarlas como la misma cosa. La virtud como cualidad de las personas y la belleza, cualidad de las cosas. Sin embargo, en última instancia, y tal y como ya hemos aclarado anteriormente, nosotros consideramos la naturaleza como un todo y como tal, todo lo que la forma esposeedor de las mismas facultades. En adelante utilizaremos ambos términos indistintamente cuando hablemos del hombre o del entorno. Un alma bella, un alma virtuosa se sentirá alegre ante algo también bello y virtuoso, esa idea empática de ida y vuelta nos permite una interrelación con todo lo que nos rodea basada en la bondad, la justicia y en definitiva en “el bien común”, concepto este último base fundamental de nuestro derecho urbanístico y por ende de la normativa medioambiental.


Enfrentarse a la realización de un estudio de sostenibilidad, a un proyecto de impacto ambiental o simplemente ante el sencillo reto de vallar una propiedad, es rendir cuentas a la sociedad, a la colectividad, a la naturaleza. Podemos servir sólo a unos pocos, alejándonos del bien común, podemos llenarnos de soberbia, de fortuna o satisfacer nuestro ego, podemos enriquecernos, actuar vagamente o elegir el camino fácil, nos habremos entonces alejado de la virtud, de la belleza del alma. Cuantos bosques han sido esquilmados en aras de la productividad mal entendida, cuantas carreteras han cortado montañas, cuantos ríos encauzados, mares esquilmados, tierra robada al mar, ciudades que no son ciudades, playas de césped, barreras de luz, tal es el alejamiento de la belleza y de la virtud que cada vez somos menos felices. Sin duda, algunos expertos, conscientes de ese alejamiento han pretendido con acierto, buscar los medios que devuelvan la cordura a semejantes actos. Hemos creado instrumentos de los que nos valemos para medir el impacto medioambiental, formalizamos informes de sostenibilidad, creamos leyes de protección y en definitiva, traducimos al lenguaje legible del mundo moderno las ideas de virtud, bondad y belleza. Es muy difícil aprender a “ser” pero es más fácil enseñar a “estar”, y esto es suficiente, pero no olvidemos que la felicidad consiste, en última instancia en “ser”.


La virtud, la belleza del alma, la templanza, el autocontrol, fortaleza y justicia, la bondad de nuestros actos. Todo ello forma parte del camino de la sabiduría. Habrá quien lo considere tildado de cierto romanticismo, de ideologías utópicas de un pasado que no volverá. Pensar así no es extraño en un mundo dominado por el pragmatismo, donde la belleza es una expresión de lo material, donde las virtudes se compran y se venden y donde el hombre, consciente de su caducidad se esfuerza en inventarse nuevas formas de felicidad. Pero nos vemos abocados a actuar en entorno, en el paisaje y debemos hacerlo con todos los instrumentos que tengamos a nuestro alcance, lo primero que debemos hacer es “ser”, entender y comprender, Sólo entonces podremos “estar”. Hablamos de la virtud que se expresa mediante la templanza, templanza que nos permite observar el entorno con sutileza, con detalle, llegando hasta el último resquicio de las cosas. Actuando con autocontrol, sin dejar que nuestras pasiones nublen el entendimiento, sin permitir que egoísmo humano nos ciegue ante la toma de decisiones. La bondad, la justicia, la fortaleza, la honestidad y la honradez, son todas cualidades que nos permitirán afrontar el reto de intervenir en el paisaje de manera adecuada.


Y cuando hayamos entendido el paisaje dentro de un todo, como una unidad, entonces estaremos en disposición de hacer un informe de sostenibilidad, porque sólo entonces podremos ser capaces de entender lo que significa el “bien común”. Los planos de impacto, las cuencas visuales, las zonas de riesgo, las medidas de corrección, etc… serán lo que “son” y dejaran de “estar” en el cajón del proyecto como un documento más.

La ciencia y el paisaje, la ciencia del paisaje

De todo lo escrito anteriormente sería apropiado pensar que la ciencia no tiene cabida en el estudio del paisaje, se podría incluso opinar que no es necesario ningún procedimiento científico para poder abordar una cuestión de tal magnitud. Y es cierto, en el supuesto de que el estudio del paisaje lo dejásemos en manos de verdaderos sabios que hubiesen alcanzado la iluminación del bien supremo. Sin embargo, no es fácil que esto suceda: “…no soy sabio, y para fomentar tu malevolencia, ni lo seré. Lo único, pues, que ahora exijo de mi es, no que sea igual a los mejores, sino ser mejor que los malos; para mi es suficiente esto de arrancar diariamente algunos de mis vicios, o un poco tan sólo de cualquiera de ellos, y censurar mis errores” (Seneca).


Que sea cada persona en su proceso de conocer, estudiar y en ejercicio de la libertad del pensamiento la que saque sus propias conclusiones. Para nosotros intervenir correctamente en el paisaje es una consecuencia del “ser” dentro de la naturaleza. Por lo tanto, todos los medios que utilicemos para lograr este estado de conocimiento serán perfectamente válidos. El procedimiento de estudio deberá siempre partir de una idea de unidad, para ir poco a poco desgranandose en elementos legibles en el mundo de los sentidos, que reflejarán en todo caso esa idea de “unidad”. Todos estos elementos en forma de documentos, planos, poesía, audiciones u olores, cuanto más se acerquen a la idea de “estar” más caducos resultarán.

Andar como ejercicio de acercamiento al “ser”

Elegimos el andar como instrumento que nos facilite un acercamiento al “ser”. Nuestro fin último es llegar a comprender un determinado paisaje para hacer frente a una posible “intervención” en el mismo. Es por lo tanto aconsejable seguir una metodología que nos permita actuar en el mundo de lo “sensible”. Dicha metodología consiste en acercarse a la unidad para luego volver a alejarse de ella. Es un camino desde el mundo de las ideas al mundo de lo sensible. Un camino de ida y vuelta, utilizando el lenguaje de Schrödinger, un camino que va desde la abstracción al corazón, y viceversa.


Elige una ruta, una ruta antigua, un camino que siempre haya estado ahí. Levántate sobre las 6:00 de la mañana, vístete después de haber desayunado copiosamente y comienza a andar. Cuando estés cansado, párate y descansa, bebe un trago de agua y continúa. Cuando lleves un rato y tus pies comiencen a notar el cansancio, empezarás a sentir el entorno. Si vas caminando por la rivera de un río y tu instinto te dice que deberías cruzarlo, no desesperes porque antes de lo que piensas aparecerá un puente. Cuando te encuentres ante una colina verás antes de comenzar a subirla un gran árbol que te dará sombra y te permitirá descansar. Y cuando llegues a la cima, extenuado y con hambre, no te precupes, encontrarás un pueblo donde podrás pasar la noche. El puente, el árbol y el pueblo están donde deben estar, son lo que son. Te garantizo que ese día le darás sentido al árbol, al puente y al pueblo y si algún día tienes que ser tú quien abra un nuevo sendero sabrás dónde poner un puente, una zona de descanso, una fuente e incluso un pueblo.


La excusa es el municipio de Getafe, el fin es entender “el ser”. Al igual que los dadaistas en 1924 con sus excursiones erráticas por Paris, nosotros quisimos practicar el andar como experimento “neo urbano”, y lo llamaremos así porque ya no queda en nuestro mundo mecanizado ningún espacio que no haya sido colonizado por lo urbano, lo urbano lo es todo. Cualquier ciudadano que pise un terreno salvaje lo convierte inmediatamente en urbanizado. El 7 de enero de 2010, y gracias a la ruta diseñada por Alejandro Tamayo, nos dispusimos Julian Delgado, Sonia Freire, el propio Alejandro y yo a caminar desde la plaza de Legazpi al municipio de Getafe. En un día frío, lluvioso y con ventiscas de nieve emprendimos nuestro propio errabundeo por calles, caminos, descampados y carreteras con un objetivo distinto cada uno. En mi caso pretendía indagar en el “ser” del paisaje de Getafe.


La practica del andar, es ante todo una experiencia física y sensorial, por lo tanto se encuentra dentro del primer paso hacia el conocimiento del “ser”, nuestra experiencia por los caminos neourbanos hacia Getafe fue una confirmación de ello. Las primeras horas transcurrieron bajo una lluvia intensa pero soportable, pero a medida que nos alejabamos del nucleo urbano, la nieve, el viento y el frío invadían nuestros cuerpos ayudando a perturbar nuestras sensaciones al principio y convirtiendose en el verdadero “ser” al final. Caminar bajo la lluvia impide, al ir tremendamente protegido, observar tu entorno con claridad, escuchar los ruidos e incluso oler adecuadamente, pero cuando el frío y la lluvia ya han alcanzado el interior de tus huesos se produce un estado de simbiosis absoluta con la naturaleza, es entonces cuando comienzas a formar parte de los elementos, formas parte de la lluvia, del barro y del frío. Es un estado de integración total en el medio. La contemplación estática del paisaje, sin interactuar en él dificulta enormemente el entendimiento del mismo. Sin embargo, cuando estas sometido a circunstancias extremas tales como el cansancio, el frío, el hambre o incluso la desorientación, el entorno adquiere un significado diferente, se muestra claro y puro ante ti.


Las conclusiones de nuestra experiencia fueron unánimes en varios aspectos, sobre todo a nivel social, confirmando una verdad preocupante: la ciudad se ha convertido en un corral de ciudadanos a los que no deja escapar si no es mediante artefactos mecánicos. La máquina es la medida de todas las cosas, la antagonía de la modernidad; una sociedad a la medida del hombre sometida al propio hombre y sus artefactos. Todo esta organizado en función al automóvil y a las infraestructuras de transporte, la nueva escala de la planificación es un vehiculo de cuatro ruedas, los anchos de las vías, los radios de las curvas, los viaductos y túneles, glorietas y vallas que limitan el paso, absolutamente todo se proyecta en sometimiento a las determinaciones de los medios de transporte.


Las barreras físicas artificiales que encontramos nos impedían continuar nuestro caminar, y en última instancia, por si lograbamos sortearlas la propia sociedad nos devolvía al corral (finalmente nos tuvimos que dar la vuelta porque un coche vigilaba nuestro caminar al lado de las vias del Ave). Es sin duda una experiencia que ofrece múltiples conclusiones sobre la realidad de la ciudad, su relación con el medio, el hombre y la naturaleza. En mi caso y en consonancia con el estudio del “ser” y el “estar” arroja lecturas muy poco esperanzadoras sobre el paisaje cercano a la ciudad. En la foto de la portada de este breve ensayo, se observa uno de los muchos viaductos que atraviesa el Manzanares, la visión del mismo desde abajo es escalofriante, pero no difiere del resto de vias que atravesamos. La sensación que transmiten todos los sistemas generales implantados por el hombre es la de “estar” en el paisaje, su única naturaleza es la razón económica. Al principio nos preguntabamos que diferencia existia entre el acueducto de Segovia y un viaducto en medio de la ciudad, sin duda una de las muchas es que el acueducto puede entenderse desde cualquier punto en el que se encuentre el observador, un viaducto sólo se entiende cuando circulas en coche por él.


El entorno de Getafe es un paisaje sin sobresaltos, donde el río es el único elemento físico capaz de alterar nuestro estado. Sirva como anécdota que a lo largo de diez kilómetros existen innumerables puentes y viaductos que lo atraviesan, pero ninguno está habilitado para los caminantes. Si tuviésemos que valorar la implantación de un futuro puente peatonal que cruzase el río, sabríamos su posición exacta e incluso su aspecto. Como ejercicio práctico podríamos concluir que el acceso desde el noreste de Madrid a Getafe se debería realizar por un puente situado en un punto funcionalmente adecuado, poco después de las depuradoras y un pequeño cerro tras el que se puede adivinar Perales del Rio, pero lo suficientemente vistoso como para suponer un hito visual que nos ayude a localizar el camino en un paisaje plano y con pocas referencias. Al no existir encauzamientos físicos tales como cerros, masas forestales, etc… se hace imprescindible la localización visual del paso del río.


Respecto a las heridas producidas por las vías del tren, las carreteras y las autopistas, debemos decir que su impacto en el paisaje es de enorme magnitud, volviendo a nuestro argumento inicial basado en la idea de “unidad” podemos hacer una breve valoración de lo que implican los viaductos de Getafe. Si asimilamos un río a una carretera podremos fácilmente trasladar las virtudes de uno a la otra. El río es más bello porque participa del bien común en mayor medida que la carretera que impide el paso de gran número de seres vivos, por lo que este aspecto es el primero que ha de solventarse. Por otro lado un río es río lo observemos desde donde lo observemos, la carretera elevada no se entiende cuando se observa desde abajo, la carretera debería entenderse desde todos sus puntos de vista. El río es justicia, el río trata a todos los seres vivos e inorgánicos de la misma manera, no admite discriminaciones. La carretera, sin embargo, limita su uso a los automóviles, discriminando a peatones y a animales. Es por lo tanto necesario que las carreteras sirvan a todos por igual, en pocas palabras integrar el carril para bicicletas, los peatones y los vehículos dentro del mismo sistema. El límite de esta idea es una carretera enterrada, en cuya superficie se desarrollase el resto de transportes.

Conclusión

A lo largo de este breve ensayo hemos indagado en la naturaleza del “ser” utilizando argumentos de la Grecia clásica de Platón, pero podíamos haber empleado conceptos de la filosofía oriental, no se trata de encorsetar al pensamiento dentro de una u otra corriente, se trata de utilizar nuestro intelecto para poder enfrentarnos al conocimiento de la naturaleza y poder interactuar en ella con el único objetivo de participar de una vida en sociedad presente y con intención de futuro. La idea de bien común es base de nuestro derecho urbanístico actual, y es fundamental para entender la libertad del individuo. De todo lo argumentado en estas líneas pocas ideas serán ajenas al propio pensamiento del lector, si cabe la más alejada al ideario moderno sea la de hacer prevalecer el bien común frente a la felicidad individual, aunque la línea argumental nos lleve a la conclusión de que la felicidad procede del bien común. Sin embargo, hoy en día la felicidad se fundamenta en una serie de satisfacciones individuales que prevalecen sobre las colectivas, y un cambio de filosofía no resulta fácilmente comprensible.


Sin embargo, la idea de “la unidad” es fundamental para poder afrontar con garantías una actuación en el entorno fuera del yo individual. Si actuamos en el paisaje, lo estamos haciendo dentro de una idea de colectividad, nuestros actos afectarán a otros individuos. Entender el “ser” del paisaje es entender la idea de “unidad”. Si no lo hacemos nos limitaremos a estar. El río “es” paisaje, el viaducto “está” en el paisaje. Finalmente hemos propuesto el caminar por el paisaje de Getafe como experiencia útil para entender su “ser”, creemos necesario este acercamiento para poder afrontar con éxito cualquier intervención en el mismo: podría ser un estudio de sostenibilidad de un plan general o un informe de impacto medioambiental de una autopista, pero también sería el paso previo para escribir un libro o pintar un cuadro. Tendría sentido que Miguel Hernández nos hablase de los campos de Castilla sin haberlos conocido. ¿Por qué entonces, juzgamos nosotros el paisaje sin vivirlo previamente?

Rafael García Suárez