Ya puesto a volverme “morriñoso” he decidido oír, mientras escribo este artículo, “A Danza da Lúa en Santiago” de Carlos Núñez basada en el poema del mismo título de Federico García Lorca. Ahí van unos cuantos versos del final del poema:
¿Quén brúa co-este xemido
d'imenso boi melancónico?
Nai: É a lúa, é a lúa
na Quintana dos mortos.
¡Si, a lúa, a lúa
coronada de toxos,
que baila, e baila, e baila
na Quintana dos mortos!
Podéis encontrar el poema entero en muchos sitios. Por ejemplo, aquí lo tenéis, el original y traducido al español y al inglés. Pero el tema de hoy era el monte Gaiás, lo que sucede es que siempre que comento algo de Santiago mis querencias paisajistas me conducen como un imán a esta plaza extraordinaria. No lo puedo remediar. Bien, salgamos de la plaza, otro día volveremos.
Después del trabajo, en la comida con Paloma, María José, Miguel y Federico surgió el tema de la Ciudad de la Cultura y una especie de manto gris se abatió sobre la conversación. Aunque había oído bastantes cosas y conocía la tremenda polémica suscitada no había ido nunca a ver las obras. De forma que, al terminar de comer, Federico tuvo el detalle de llevarnos al sitio. A pesar de mi insistencia en que simplemente me indicara el camino se negó en redondo y dijo que si íbamos por nuestra cuenta nos costaría mucho trabajo llegar ¡cuanta razón tenía! De ninguna forma habríamos llegado a pesar de que conozco algo esta ciudad y el Gaiás. Llovía, claro (aquellos que no lo sepan es lo normal en Santiago) y dimos vueltas y vueltas hasta que conseguimos llegar a un “carreiro” por el que apenas pasaba el coche deslizándose entre el barro, el agua y la yerba, y desde este camino lateral pudimos ver las obras en toda su plenitud porque el paso a las mismas está prohibido a menos que vayas en una visita organizada. Debo reconocer que quedé impactado. Apenas hablamos, sólo mirábamos.
Más adelante diré algo del proyecto aunque probablemente muchos de mis lectores arquitectos o estudiantes de arquitectura ya lo conozcan. Ahora sólo voy a describir la impresión que me produjo ver aquello. Lo primero que se me ocurrió fue pensar: “me han robado mi monte” (algo parecido a lo que le sucedió al carro de Manolo Escobar). El monte de Gaiás es una de las colinas que, como en el caso de Roma, configuran la ciudad de Santiago. Si uno se coloca en el valle, por la ladera que mira al levante trepa el caserío de la ciudad y por la que mira al poniente el monte Gaiás. Por el fondo discurre el río Sar, y en una de sus curvas, la Colegiata de Santa María la Real, prodigio de estabilidad inestable donde fui bautizado (y donde también se casaron mis padres). Ya podéis comprender por qué hablo de “mi” monte. Soy consciente de que no todo el mundo tiene el privilegio de ser bautizado en una pila bautismal del siglo XII y que este hecho marca a cualquiera, por lo que las opiniones que voy a verter en este artículo probablemente serán sesgadas y pasionales. Lo siento pero hoy voy a hablar de paisaje. Y hablar de paisaje significa entrar en las procelosas aguas de la subjetividad. Aunque también comentaré cosas menos espirituales relacionadas con la gestión, el mantenimiento o el urbanismo.
A pesar de todo voy a intentar razonar en la medida de lo posible. El caso es que en la ladera del Gaiás que configura el valle del Sar había una mezcla de naturaleza no demasiado exuberante pero que marcaba la vertiente, unas cuantas casas rurales con sus huertas, algunos cultivos, algo de ganado y varias “corredoiras” de tránsito complicado. Todo ello recortándose en una línea del horizonte bastante suave y con un cielo casi siempre gris. Lo que ahora veía ante mis ojos era algo completamente distinto. Un enorme conjunto de construcciones realmente impactante que se imponía al paisaje borrando cualquier imagen previa que uno pudiera tener sobre el mismo. La verdad es que la Sala multiusos Fontes do Sar terminada en 1996 y obra de Xosé Manuel Casabella, Josep María de Arenaza y Joaquín Pujol, ya distorsionó de forma notable este paisaje. Pero bueno, está en la parte baja y aunque se trata de una gran volumen que se opone al fino granulado urbanístico de la ciudad no se puede comparar a los cerca de 142.000 metros cuadrados del complejo que ahora estábamos viendo. Basta echar una ojeada a la foto aérea de Google que aparece abajo para darse cuenta de la magnitud de los trabajos emprendidos.
Cuando alguien decide producir un impacto tan importante sobre un paisaje secular que ha ido variando lentamente, casi de siglo a siglo, debe de tener motivos muy poderosos para hacerlo. He tratado de buscar una explicación a esta propuesta. Le he dado vueltas y vueltas a las razones que han podido llevar, no sólo a su concepción sino incluso a su construcción una vez aprobado el proyecto. Pero lo cierto es que no he sido capaz de encontrar algo razonablemente pausible. Aunque en el Plan Estratégico se hable de hacer la ciudad más visible internacionalmente, Santiago no necesita ninguna “imagen de marca” nueva para competir en el mercado de ciudades. Probablemente sea uno de los lugares más conocidos del planeta (salvando las distancias con Nueva York, etc.). Lleva trabajando su “imagen” casi desde que la leyenda dice que una estrella señalaba el lugar donde descansaban los restos del Apóstol. En la mente de millones de personas en todo el mundo está la fachada del Obradoiro, el Pórtico de la Gloria, sus rúas y sus soportales ¿a qué viene una ceremonia de la confusión distorsionando esta imagen con otra que le haga competencia? Es obvio que esta no es la razón.
También cabría preguntarse ¿Santiago necesita espacios nuevos para cumplir nuevas funciones que han aparecido en el devenir histórico de los siglos? ¿La capitalidad de Galicia ha creado necesidades que no se pueden acoger en los contenedores históricos existentes? Esta podría ser una razón de peso. El problema es que, con la construcción del complejo en su recta final, los políticos, la ciudadanía, los técnicos, ¡están dándole vueltas a las funciones con las que rellenar estos contenedores! Lo cierto es que, cuando se produjo “la idea” (1998-99) parecía que el Reino estaba en el País de las Maravillas, que sobraba el dinero, que la construcción era el motor económico de nuestro desarrollo y que había que construir lo que fuera porque construyendo se creaba empleo y todos nos volvíamos más ricos. Pero, incluso en aquellos momentos en los que reinaba una euforia que crecería todavía más en años sucesivos, sigue sin contestación la pregunta: ¿por qué aquello y no otra cosa menos impactante y lesiva para la organización y la imagen de la ciudad?
Ya he dicho que he intentado superar mi estupor intentando razonar y comprender pero lo cierto es que no he sido capaz. Hablan las malas lenguas que todo esto no es más que el capricho de una persona muy concreta. Sencillamente no me lo puedo creer porque tampoco creo que en un país que lleva ya unos cuantos años de democracia no existan mecanismos para coartar este tipo de planteamientos si la sociedad está dispuesta a coartarlos. Comprendo, no comparto, que en determinados lugares del planeta con democracias muy jóvenes o poco consolidadas (o sin democracia ninguna) estas tendencias se concreten en grandes estatuas, en edificios absurdos, o en ciudades enteras de nueva construcción manifiestamente insostenibles. Pero no me puedo creer que en una democracia como la nuestra si la sociedad no está dispuesta a asumirlo pueda hacerse algo así. Ya digo que me resisto a creerlo, pero lo cierto es que, por ejemplo, se sigue votando a políticos corruptos (incluso parece que el ser corrupto es una ventaja). Indicios de este tipo llegan a hacerme dudar de que toda la sociedad no esté implicada en dar aliento a sinrazones de este tipo. En cualquier caso, si este fuera el motivo de fondo me parece tan perverso que no estoy dispuesto a admitirlo.
Pero es que, además de no comprender el objeto de la actuación tampoco entiendo el lugar que se propuso para hacerlo. El monte Gaiás está separado de la ciudad por un corredor de comunicaciones importante paralelo al río que aumenta la separación todavía en mayor medida. Aunque visualmente la parte de la ladera que se ve desde el casco esté integrada en el paisaje compostelano el acceso es muy complicado. He relatado lo difícil que nos resultó llegar a las obras con toda la intención. Las visitas que hago de vez en cuando para ver “mi” pila bautismal no tienen problemas en caso de que no me separe del único camino que conozco. Esta es la razón de que no hubiera ido todavía a ver las obras. Pero cuando he intentado hacerlo por otro sitio siempre lo he conseguido con muchas dificultades (y preguntando). Esta separación física y psicológica de la ciudad con el Gaiás va a ser casi imposible de superar. A menos que se hagan inversiones muy importantes (¡se está pensando en un teleférico!) la “ciudad de la cultura” nunca va a estar integrada en la “ciudad de Santiago” y será siempre un anexo especializado. Precisamente lo que todos los planificadores dicen que hay que evitar. Esos fragmentos de ciudad cuyo acceso implica consumo de energía y contaminación, que sólo funcionan a determinadas horas del día convirtiéndose en esqueletos amenazantes el resto del tiempo, con necesidades de seguridad altamente costosas, y con desplazamientos pendulares de trabajadores y usuarios en horas punta que colapsan las infraestructuras, no parecen resultar el urbanismo más adecuado para una ciudad que había conseguido ir manteniendo un funcionamiento bastante eficiente de su organización urbana.
No entiendo el objeto ni entiendo el lugar. Pero veamos que pasa con el proyecto. En el año 1999 la Xunta de Galicia convoca un concurso de arquitectura entre doce arquitectos: Ricardo Boffil (que se retira), Peter Eisenman, Manuel Gallego, Annette Gigon y Mike Guyer, Steven Holl, Rem Koolhass, Daniel Libeskind, Juan Navarro, Jean Nouvel, Dominique Perrault y César Portela. Todos ellos figuras de primer orden. Al final el jurado eligió el proyecto presentado por Eisenman Architects por “su singularidad tanto conceptual como plástica y su excepcional sintonía con el lugar”. El proyecto se basa en la superposición de varias tramas. Una cuadrícula deformada a la que se añade el plano de los cinco caminos de la ciudad medieval que conducen a la catedral y, a todo ello, la concha de vieira del peregrino. No quiero entrar en el análisis de la arquitectura porque se puede encontrar en muchos sitios, pero sí en el hecho de que lo destacable del proyecto según los críticos está precisamente en esta piel alabeada que según Fernández-Galiano “compone una escenografía expresionista y amable que se funde sin violencia con el terreno, y que extiende las gargantas abruptas de las calles con sendas plácidas hacia los aparcamientos al pie de la autopista y hacia el perfil lejano del Obradoiro” (cita extraída de la página web de la Fundación).
Claro que el propio Fernández-Galiano dice un poco antes “El proyecto ganador de Peter Eisenman reconcilia con gran inteligencia plástica y simbólica los requisitos contrapuestos de respetar un entorno milagrosamente intacto y de suministrar una imagen insólita y seductora”. Lamento diferir de esta apreciación de Luis pero entiendo que el mayor respeto a “un entorno milagrosamente intacto” es, precisamente, no intervenir. En el momento en el que se hace, el entorno deja estar intacto y el milagro se termina. Si, claro, ya puestos a intervenir probablemente la propuesta de modificar parte de la cima del monte y sobresalir algo sobre la línea suave de la cresa con unas formas alabeadas que recuerdan la topografía preexistente sea la menos agresiva. Sin embargo la menos agresiva de verdad sería dejar “mi” monte como estaba. Pero la locura siguió adelante y en el 2001 se empezó a construir. El proyecto original estaba compuesto por una serie de edificios como museos, bibliotecas, etc., pero en el año 2005 cambió el gobierno gallego y se planteó entonces una redefinición del proyecto. En el momento actual el “programa de necesidades” es el siguiente: Biblioteca Nacional, Archivo Nacional, Centro de Investigación de Patrimonio, Museo de Historia de Galicia, Centro de Arte Internacional (que contará con un Museo de los Niños y un Centro de Enlace Cultural) y el Escenario Obradoiro.
A día de hoy, después de nueve años de haber empezado las obras el presupuesto inicial que ya era bastante elevado (alrededor de 100 millones de euros) se ha quedado totalmente fuera de lo admisible. Se llevan gastados alrededor de 350 millones y se espera que cuando termine se llegue a los 500 millones. Pero, desde mi punto de vista, el problema no está ahí (aunque también, claro) sino en el mantenimiento y la gestión de un complejo de estas características. Desde el punto de vista escultórico (sólo lo he podido ver por afuera) realmente impresiona y yo incluso diría que es lo más bello que ha hecho Eisenman. A mí, particularmente, me ha impactado y he tenido que hacer un esfuerzo importante para razonar con la cabeza y no con el corazón. Comprendo que no le guste a todo el mundo porque su belleza es muy particular (puro expresionismo) y admito discrepancias al respecto. Pero incluso quedándonos sólo con su faceta de ingeniería es verdaderamente espectacular. Sin embargo las cosas no se pueden descontextualizar. Una obra a la que se le están buscando los usos, una obra nueva no hay que olvidarlo, en los tiempos que corren es, directamente, una obra inútil. Santiago, a pesar de ser la capital de Galicia (que es como decir que es la capital del mundo, con el permiso de Arredondo en Cantabria) y una de las metas de la cristiandad, tiene el tamaño que tiene y la capacidad de gestión que tiene. No es París, ni Barcelona, ni Chicago. Ni le hace ninguna falta, porque tal y como funciona en estos momentos, la relación entre calidad de vida y deterioro ambiental, social y económico, es muy favorable y la envidia de muchas ciudades.
El coste de mantenimiento de un complejo de estas características va a ser espectacular si es que se pretende utilizarlo. Por lo que he podido ver, tanto en la realidad como en los planos de proyecto, las consideraciones (por ejemplo) de ahorro energético brillan por su ausencia. Analizando de forma somera el posible ciclo de vida del edificio los costes ambientales, aunque se tenga en cuenta la utilización de materiales autóctonos (a pesar de los problemas que en este caso concreto han traído consigo), son aparentemente muy elevados. Pero es que, además, la gestión de algo tan enorme ya está produciendo algunos ataques de pánico entre los responsables políticos. El llenar con actividades rentables socialmente todos los días, los meses y los años desde el momento de su inauguración va a ser muy complicado. Lo cierto es que cada vez se crean más edificios destinados a actividades culturales, hasta en los pueblecitos más pequeños, lo cual está muy bien. Pero lo que ya no está tan bien es que cada vez acuda menos gentes a los actos que programan. Sencillamente la concurrencia física a un lugar concreto para determinadas actividades “culturales” en un mundo globalizado e interconectado no parece demasiado rentable. Sobre todo si ello significa desplazar a mucha gente muchos kilómetros. Mis alumnos ya saben lo que voy a decir: “aunque esa sociedad concreta pueda pagarlo el planeta no”.
Cuarcita de Muras, Sierra de la Gañidoira, todo empezó bien
pero luego no fue suficiente y hubo que buscarla en Brasil
pero luego no fue suficiente y hubo que buscarla en Brasil
La ciudad compleja significa lo que significa. No es bueno hacer la ciudad a fragmentos monofuncionales. Aquí una ciudad universitaria, allí una ciudad de la cultura, un poco más lejos una ciudad financiera y, al lado, una ciudad de la justicia. La época del zoning ya ha pasado. Está más que demostrado que los costes ambientales, económicos y funcionales que acarrea son muy superiores a sus pretendidas ventajas. La distribución de las mismas funciones (si es que son necesarias) por un cuerpo vivo, sano y vital como el casco de Santiago habría tenido mucho más sentido. La pregunta ahora sería la siguiente: ¿qué se puede hacer con La Ciudad de la Cultura? El desaguisado está consumado y “mi” monte perdido. Una vez lamentados convenientemente y después de llorar un rato hay que mirar hacia delante y salir del atolladero. La verdad es que las instituciones ya lo han intentado. En el año 2006 se llevó a cabo un proceso de consulta a representantes de diferentes sectores culturales y se pidieron informes a otras instituciones con el objeto de ver qué era lo más conveniente y rentable para poner en carga unos contenedores arquitectónicos que parecían ciertamente desmesurados. El resultado fue cambiar el uso de algunos de ellos pero siempre para que la actividad que albergaran fuera “cultural”. Además, entre las grandes orientaciones se recomendaba darle un carácter unitario a todo el entramado y una orientación encaminada a la activación, estudio y difusión del patrimonio cultural de Galicia.
Sinceramente, no lo tengo tan claro. Si el objetivo fuera icónico y simbólico (reafirmar la capitalidad de Santiago y posicionarla en el ranking de ciudades con una imagen poderosa) entonces el cuidadoso proyecto de Eisenman no sirve. Todos los grandes elementos simbólicos urbanos se caracterizan por todo aquello que le falta a este proyecto. Es decir: centralidad visual y funcional, fuerte silueta que destaque en el horizonte e imagen distinta y reconocible. El monte Gaiás no está en una posición central de ninguna manera. Es de acceso complicado y situado lateralmente. Es muy posible que una gran parte de mis lectores que seguro conocen Santiago no sepan de su existencia ni, por supuesto, se hayan acercado a verlo a menos que las inclinadas columnas de la Colegiata del Sar les hayan llamado la atención hasta el punto de intentar desplazarse hasta allí para ver esta singularidad del románico. Pero es que, además, ni tan siquiera las vistas desde la ladera del casco que baja hasta el río son posibles desde la mayor parte de las calles. Sólo la panorámica desplazándose en coche por la Avenida de Lugo da cuenta de su existencia. La centralidad funcional, visual (la vista de la fachada del Obradoiro desde el paseo de La Herradura es impagable), sentimental e histórica la tiene la Catedral. Pero es que, además, el propio proyecto en su intento de camuflaje con el territorio niega una fuerte silueta que destaque en la línea del horizonte. Sobre su imagen distinta y reconocible sólo querría decir que los vendedores de recuerdos van a tener grandes dificultades para reproducir esta “Ciudad de la Cultura” en miniaturas, camisetas, cucharillas posavasos o ceniceros. Si de verdad se quería hacer algo impactante hubieran sido mejor (ya puestos) construir, por ejemplo, dos grandes torres de “diseño singular” visibles desde toda la ciudad, los alrededores e, incluso, el mar si fuera necesario.
Desde la Avenida de Lugo con el ferrocarril y el río (Google Street View)
A la derecha la Sala Fontes do Sar y al fondo La Ciudad de la Cultura
A la derecha la Sala Fontes do Sar y al fondo La Ciudad de la Cultura
También pudiera ser que el objetivo fuera ejercer como capital cultural de Galicia concentrando una gran cantidad de materiales museísticos, bibliográficos, legados de autores gallegos, etc. En ese caso la tan traída y llevada (también discutida) desconcentración de la cultura no quedaría muy bien parada. Supongo que Ourense, A Coruña, Padrón, Lugo, Vigo o Pontevedra, por citar sólo algunas poblaciones, no estarían demasiado de acuerdo. Aparte de que repugna un poco sacar determinados materiales históricos o culturales de su contexto para reunirlos en una especie de hipermercado (por cierto, algunas malas lenguas asimilan incluso físicamente La Ciudad de la Cultura a un gran centro comercial). Desde el punto de vista del mundo global e hiperconectado en el que estamos no parece muy racional. En fin, por más vueltas que le doy, y por más párrafos que escribo no encuentro razones que justifiquen este proyecto.
En primer plano la biblioteca de Andrés Perea, 2007 (El Tiralíneas)
Al fondo La Ciudad de la Cultura que alberga otra para 120.000 libros
Al fondo La Ciudad de la Cultura que alberga otra para 120.000 libros
El caso es que se va a tener que rehabilitar un conjunto de edificios antes de su inauguración. Es decir, se van a tener que adaptar unos contenedores arquitectónicos a unos usos que, probablemente (todavía no están perfectamente claros estos usos) no hayan sido los inicialmente previstos. Y esto va a ser necesario hacerlo, no sólo desde el punto de vista funcional, sino también bioclimático. Me explico. Bioclimáticamente no funciona lo mismo un contenedor destinado a almacén de libros antiguos que un aula o un auditorio. Los requisitos de confort de los libros, no son los mismos que los de los estudiantes o los asistentes a un concierto. Por supuesto que tampoco la distribución de los espacios, la altura de los techos o el flujo de las personas. Normalmente no nos sorprende demasiado esta necesidad de adaptar los edificios a nuevas funciones y se está haciendo continuamente. No sólo con los edificios, sino con las calles, las plazas o los parques: en un artículo anterior hablaba de rehacer la ciudad. Cada vez más, el contenedor arquitectónico o urbanístico se va desprendiendo de las funciones que lo justificaron en su nacimiento. Esto, por supuesto, es una auténtica revolución que empezó ya hace algunas décadas. Lo sorprendente es que tengamos que adaptar los contenedores antes de que empiecen a funcionar. La cuestión no sería demasiado grave si los contenedores, desde el principio, se pensaran como polivalentes, de modo que fueran capaces de acoger funciones muy diferentes, aunque su eficiencia no fuera muy alta. Pero esto no suele pasar con los edificios “singulares” que, normalmente se crean con una función concreta y determinada.
Pienso que, ni en la Ciudad de la Cultura, ni en el casco histórico, ni en el ensanche, ni en el suburbio de adosados es bueno crear áreas monofuncionales. Por muchas razones: urbanísticas, económicas, sociales y, sobre todo, de eficiencia. Desde este punto de vista la Ciudad de la Cultura debería reconvertirse en otra cosa. Dado que en sus alrededores se plantea crear un bosque de especies autóctonas (también un enorme aparcamiento, claro) no me atrevo a pedir que se construyan viviendas. Mejor el bosque que las viviendas, sobre todo ahora que tenemos tantas vacías. Pero, probablemente hubiera sido lo más sensato con objeto de conseguir la necesaria mezcla de funciones. También: oficinas, talleres y comercios. Además, diversificar el propio complejo. Por ejemplo, una idea (y gratis, aunque hay una verdadera proliferación al respecto): Galicia va a necesitar un Observatorio del Paisaje. No tengo noticias de si A Coruña, Vigo u otra población ya lo habrá pensado, pero ¿qué mejor sitio que un monte destrozado por un conjunto de edificios inútiles para situarlo? Podría ir acompañado de una licenciatura de grado, o por lo menos de un postgrado, de Paisaje y Territorio. Estoy hablando en serio aunque a veces no puedo evitar la retranca gallega inherente a mi naturaleza. También el Archivo central informático de Galicia donde se organizaran y difundieran todos los recursos de este tipo relativos al territorio gallego. No habría que desplazarse desde lugares recónditos (o menos recónditos) porque el acceso se podría hacer desde cualquier lugar del mundo, se ahorraría gran cantidad de energía y se contaminaría menos.
A la vista del cambio de modelo que se está produciendo debido a que hemos sobrepasado la biocapacidad del planeta vamos a tener que replantearnos muchas cosas. Entre otras, habría que reabrir el debate sobre el tamaño de ciudad ideal y el papel de las grandes ciudades, las ciudades medias y las pequeñas ciudades en un mundo global. Porque lo que está detrás de tanta “imagen de marca”, de tanta construcción megalómana, de tanta arquitectura “de autor”, no es otra cosa que un deseo de crecimiento, entendiendo que crecer es lo mejor. Y para crecer hay que destacar, diferenciarse, vender la marca, arrebatar empleos y riqueza allí donde se pueda (en el fondo estoy diciendo que hay que hacer un Plan Estratégico). Realmente, el hecho de que las ciudades sean cada vez más grandes tanto en población como en superficie ¿significa que sus habitantes son más felices? ¿hasta que número de ciudadanos puede seguir creciendo una ciudad sin volverse ineficiente? Mi amigo Mariano Vázquez lo tiene bastante claro cuando se trata de estructuras: existe un límite. El límite está en aquel valor en que la estructura no puede soportar su propio peso. Y probablemente exista un gradiente de eficiencia (esto ya es cosecha mía). Lo que significaría la existencia de un óptimo a partir del cual el rendimiento decrece y otro punto en el que colapsa ¿Parece tan claro que ciudades como Vitoria, Santiago, Pamplona o Burgos tengan como objetivo, implícito o explícito, aumentar su tamaño de forma creciente y llegar a ser como Madrid o Barcelona? ¿Es eso realmente lo que quieren sus habitantes? ¿es más feliz y tiene más posibilidades de desarrollarse armónicamente un habitante de Madrid que otro de Santiago, uno de Barcelona que otro de Vitoria?
El casco histórico en primer plano, la obra de Eisenman
entre grúas, y el Pico Sacro al fondo (El Correo Gallego)
entre grúas, y el Pico Sacro al fondo (El Correo Gallego)
Un complejo como el de la Ciudad de la Cultura es claramente excesivo para una ciudad como Santiago de Compostela. Independientemente de la posibilidad de otros más espurios a los que me he referido en los primeros párrafos, sólo encuentro tres supuestos que puedan justificarlo. El primero es que se pretenda desplazar a gente de toda Galicia (o de toda España, o de todo el mundo) a sus instalaciones para que hagan cosas que no se puedan hacer en otro sitio. Se trata de una apuesta muy arriesgada que implica tener muy claro el objeto, los objetivos a conseguir y la forma de hacerlo. Pero este no parece que sea el caso ya que, como hemos visto, se van variando tanto objeto como objetivos con el transcurso del tiempo. Además, excepto situaciones muy concretas, en el siglo XXI son ya pocas las cosas para cuya elaboración haya necesidad de desplazarse a un lugar específico (de ahí mi propuesta de crear un Archivo Central Informático de Galicia). Y, en cualquier caso, esta forma de funcionar es muy costosa ambientalmente frente a la descentralizada. El segundo supuesto es que se pretenda un crecimiento fuerte de la ciudad y esta construcción sea el impulso que lo propicie. Mis preguntas al respecto, de momento sin respuestas, ocupan casi todo el párrafo anterior. El tercer supuesto es la locura. A veces las locuras son necesarias y, en algunos casos, imprescindibles para que los individuos o las sociedades mejoren. Espero, de corazón, que este sea el caso de una locura necesaria.
Coda: el pasado 1 de diciembre nos reunimos en Madrid los miembros de jurado del premio “Ciudades Patrimonio de la Humanidad” correspondiente al año 2010 que otorga el Ministerio de Cultura. Decidimos darle el primer premio a la Oficina de la Ciudad Histórica y de Rehabilitación de Santiago de Compostela. Lo traigo sencillamente como contrapunto probatorio de que en mi ciudad también se hacen cosas razonables y sensatas.