He estado unos días en el sur de Italia, en unas jornadas relacionadas con el concurso de un puente sobre un lago en la región de Basilicata (en cuanto tenga tiempo lo comentaré), y el azar arregló las cosas para que estuviera en Nápoles el primer domingo del mes de diciembre. En medio del centro histórico de Nápoles está Spaccanapoli que va desde la plaza de Gesù Nuovo hasta la calle Duomo. Su espina dorsal es una calle estrecha que recibe distintos nombres a lo largo de su recorrido pero que comienza como Via B. Croce. Dado que me alojaba justamente en la plaza pude observar como, de forma continua, llegaban grupos y grupos que suponía de turistas ya que los comandaba un guía provisto del correspondiente paraguas, pañuelo, etc., y solían llevar algún distintivo que los diferenciaba tales como gorras o bolsos. Al principio eran pocos, pero luego el flujo era continuado y subían la cuesta hasta cuatro y cinco a la vez. Los grupos llegaban a la plaza, se ponían de acuerdo con el guía para una hora de vuelta y desaparecían Spaccanapoli adelante.
Al principio me pareció algo simplemente curioso la afluencia incesante de gente, pero luego me di cuenta que existían varias particularidades notables: eran todos italianos (luego supe que de pueblos y lugares relativamente cercanos); no se trataba de turistas convencionales porque no se veían demasiadas cámaras de fotos; iban familias enteras, niños incluidos; era muchísima gente, una enormidad de gente. Y todos se metían, todavía no me explico cómo, por la Via B. Croce. Cuando llegó mi amigo Mario nosotros también nos adentramos Spaccanapoli adelante. Como no seguí en la plaza no lo puedo asegurar, pero estoy convencido de que a lo largo de la mañana siguieron afluyendo grupo tras grupo y todos intentando (y consiguiéndolo) introducirse entre la iglesia del Gesù Nuevo y la de Santa Chiara.
La experiencia fue literalmente inenarrable. Una especie de masa de gente se iba desplazando como un fluido viscoso a lo largo de la calle, se desbordaba por los laterales, se paraba por momentos y volvía a circular, como impulsada por los latidos de algún corazón lejano. En los comercios y puestos que flanqueaban la masa humana compacta pude distinguir cientos, miles, de figuras de belenes, molinillos de agua, escenarios bucólicos, estrellas, cintas, musgo, casitas de todos los tipos y tamaños, ángeles, puentes, ovejitas, Berlusconis de madera, un orondo chef, arbolillos, guindillas, cintas, pesebres, cortezas de árboles, retablos de Maradona y y cuernos de renos de navidad para ponerse en la cabeza. Claro, era muy complicado comprar nada porque era materialmente imposible parar a voluntad. Creo que nunca he sentido más fuerte la sensación de la Humanidad como un cuerpo único que funciona de forma casi independiente a los individuos que la forman. Era el espacio público utilizado de forma total y completa.
Los belenes napolitanos son famosos en todo el mundo pero no se llega a comprender la fuerza de una tradición como ésta hasta que no se siente uno partícipe de ella. La colmatación y ocupación máxima del espacio ocurrió cuando intentamos subir por la calle San Gregorio Armeno donde suelen exponerse los belenes artesanales. Entonces fue donde, literalmente, levité comprimido por la multitud. Son raras las ocasiones en las que todo un pueblo siente al unísono pero en ellas el espacio público cumple un papel imprescindible.
Algo así no es posible en un centro comercial, en un parque temático o en un hipermercado. En estos lugares el sentimiento popular es sustituido por un remedo: el consumo. Aquella gente que venía de toda la región no iba simplemente a comprar el musgo, el molinillo de agua o la caricatura de Berlusconi. Iba, sencillamente, a cumplir una tradición. El musgo, el molinillo o la caricatura eran las disculpa. Porque no iban a comprar (en muchos casos esto era así por la imposibilidad material de hacerlo debido a que la excesiva cantidad de gente lo impedía), iban a manifestarse. A manifestarse como ciudadanos y miembros de una comunidad. En Madrid, en las calles Carmen y Preciados, en la esquina del edificio Capitol o en la salida de metro del cine Avenida la multitud probablemente esté igualmente comprimida que en Spaccanapoli, pero el sentimiento no es el mismo: se trata, sencillamente, de comprar. El intento de conseguir que dicho acto se convierta en una manifestación de toda la sociedad será siempre un remedo porque sólo consume el que puede, de forma que el espacio que se usa para consumir es sólo seña de identidad del consumidor. En cambio, si parece una manifestación como la que he descrito de Nápoles, la de oir las doce campanadas de Fin de Año en la Puerta del Sol.
Probablemente no levité sólo yo. Puede observarse en la foto el lugar donde terminó una bicicleta. La foto es real no es un truco y, verdaderamente, no sé si alguien la aparcó allí, si efectivamente flotó (con o sin multitud) o, sencillamente, cayó del cielo por un milagro de San Genaro. Claro que, como la diferencia entre calzada y acera en esta ciudad es irrelevante, no sería nada extraño que ocupado todo el espacio posible de pavimento, los napolitanos estén tratando de usar también los elementos verticales e inclinados y todo plano horizontal que aparezca en su campo visual. A la vuelta, mientras nos dirigíamos en metro a casa de Mario, pensaba que además de servir para transitar, para facilitar las relaciones entre desiguales, o como seña de identidad de un grupo, había que pensar en estos espacios de ciudadanía también como soporte expresivo de la multitud. A lo mejor, todavía no es la hora de entonar el réquiem por el espacio público.
Ciudad extraordinaria en la que el paisaje urbano es, básicamente, la gente. Mario me trataba de explicar la maravillosa arquitectura que se puede encontrar en casi toda la ciudad, los panoramas que se divisan desde sus laderas, pero una y otra vez mi interés se iba hacia la gente y mis ojos se olvidaban de la arquitectura, del Vesubio o de Sorrento. En cualquier caso parece que nada puede sustituir al espacio público tradicional para esta forma de entender la vida. Y ahí es donde está el nudo de todo. Cada manera de vivir necesita su propio soporte espacial. Pero el soporte en sí es algo irrelevante. Lo que le da sentido es la actividad (o la no actividad) que se desarrolla en su seno. Nos lamentamos de la muerte del espacio público pero esta muerte no viene casi nunca de la inadecuación o de la falta de dicho espacio, viene de una forma de vida que no lo necesita.