Después del caos de los últimos incendios forestales he decidido recuperar antiguos escritos (incluso algunos publicados) y juntarlos focalizando el problema de la relación entre naturaleza y urbanización en lo que he llamado desde hace años la “ciudad fragmentada”. La organización del territorio ha cambiado radicalmente en el último cuarto del siglo veinte y de manera acelerada en el siglo XXI. La construcción de los actuales territorios, tanto en las áreas de naturaleza protegida como de los centros de las ciudades tradicionales, ha constituido el quehacer de los dos pasados siglos. Sin embargo, este quehacer ha cambiado porque ha irrumpido un elemento nuevo, de una gran potencia, que aparece en las zonas de interfase entre la ciudad tradicional y la naturaleza. Lo que se haga en estas zonas es vital para conseguir ciudades más eficientes. De hecho, la planificación tradicional se ve impotente para controlar estas inmensas áreas en las que el problema básico es el de la fragmentación.
Para poder analizar racionalmente el tema probablemente sería adecuado remontarnos a los ritos fundacionales de la ciudad a los que ya me he referido en otros lugares del blog. Y de todos ellos, uno que presenta un especial interés: la apertura del sulcus primigenius. El rito lo describe Rykwert refiriéndose a este surco inicial: “Lo trazaba el fundador sirviéndose de un arado de bronce al que, según Catón, que a su vez depende de Servio, se uncían una novilla y un toro blancos, el toro por la parte de fuera y la novilla por el lado de dentro del surco. De creer los diversos relatos del camino seguido por Rómulo, la procesión habría avanzado en sentido contrario a las agujas del reloj empezando desde el extremo suroccidental del solar. El fundador se reuniría con su comitiva en el lugar convenido llevando el arado oblicuamente de forma que toda la tierra cayera de la parte de dentro del surco…”.
Podríamos extraer incontables enseñanzas de este párrafo. Sin embargo, ahora nos centraremos en el hecho del establecimiento de un límite. Su importancia era evidente, simplemente por la solemnidad y el ritual con el que se desarrollaba el acto. Lo que iba a quedar encerrado dentro de esos límites era territorio humano, era ciudad. Fuera estaba la naturaleza incontrolada, el miedo, la barbarie. El territorio se limitaba (la ceremonia se llamaba limitatio) para poder controlarlo, para poder establecer un orden distinto al orden exterior. Esta es la esencia de la urbanización. Pero la ciudad no se podía encerrar, encapsular, necesitaba sistemas de comunicación con el exterior ya que para poder mantener su orden urbano necesitaba del orden de la naturaleza. Por eso estaban las puertas. Y por eso Rómulo levantaba cuidadosamente el arado al llegar a las puertas cuando fijaba el límite de la ciudad.
Por supuesto que ninguna ciudad es autosuficiente. El mantenimiento del orden urbano requiere recursos que no se pueden encontrar en los límites de las murallas y fue necesario crear sistemas y estructuras intermedios como la agricultura o la ganadería. Durante muchos siglos estos tres órdenes (urbano, rural y natural) caminaron juntos y, hasta el momento, bastante bien avenidos. Se podría entender la naturaleza como el orden más estricto posible compatible con la energía que recibe la Tierra. Y las ciudades como el establecimiento de un orden distinto, creándose un subsistema dentro del sistema Tierra. Un subsistema de entropía más baja que el sistema naturaleza. Es decir, un subsistema en el cual el orden estadístico es mayor. Y en medio están otros como el orden agrícola o la utilización forestal y ganadera del territorio.
Como consecuencia se fueron consolidando dos modos de vida que han caracterizado nuestro territorio durante muchos años (en los lugares más desarrollados del planeta aproximadamente hasta mediados del siglo pasado): el modo de vida urbano por una parte, y el modo de vida rural, por otra, que servía de amortiguador entre la naturaleza y la ciudad. El urbanita casi siempre ha considerado al campesino de una forma idílica ya que tenía una cierta relación con ese Paraíso de la Naturaleza que perdió al recluirse en la ciudad. Pero para mantener el orden urbano sólo hay dos soluciones: o bien conseguimos aportes adicionales de energía, o bien utilizamos parte de la energía que se utiliza en conseguir el “orden de la naturaleza”. La segunda que es lo que en ecología se conoce como “ceder entropía positiva al medio”.
Una de las carencias más significativas del orden urbano ha sido el contacto con la naturaleza. Este problema se ha concretado específicamente en una de las formas que se han inventado los urbanistas para construir la ciudad, se trata de la llamada “ciudad jardín”. Esta nueva forma de ocupación masiva del territorio se caracteriza por las bajas densidades, la descentralización, y (aunque no tan específica de este movimiento) la separación de funciones. Es decir, la zonificación. Estas tendencias, originadas en el último cuarto del siglo XIX y comienzos del XX, llevadas al límite y deformadas convenientemente con las posibilidades producidas por la movilidad proporcionada por el automóvil privado han sido el germen de lo que muchos autores llaman “ciudad difusa”, “ciudad a trozos” o, simplemente “anticiudad”. A mi me parece que la expresión adecuada sería el de ciudad fragmentada.
Hasta ahora, las ciudades se habían limitado a ocupar espacios más o menos concentrados y, más allá de los últimos bloques o de los más lejanos suburbios, se extendía aquello que genéricamente era “el campo”. En esta nueva y perversa modalidad, la ciudad tiende a ocuparlo todo apoyándose en las infraestructuras y basando su supervivencia en la movilidad originada por el automóvil. Esto empieza a suceder de forma significativa y con importantes implicaciones sobre el territorio a partir de la Segunda Guerra Mundial. Se percibe desde entonces una tendencia a vivir en pequeñas comunidades residenciales en forma de ciudad jardín o no, separadas unas de otras, todas habitadas por personas de parecidas categoría económica y social, que van a trabajar a los grandes centros especializados o al interior de la ciudad tradicional, compran los fines de semana en grandes hipermercados donde, además, ya pueden ir al cine, bailar o cenar en un restaurante más o menos caro.
La ciudad se va haciendo así a trozos, ocupando áreas de campo, y dejando espacios libres entre estos trozos. Pero esta progresiva rotura de la ciudad en partes pequeñas no da lugar a espacios de solidaridad como eran las antiguas aldeas, porque en cada trozo no se integran todas las funciones vitales sino al contrario, la separación se hace cada vez mayor: entre funciones, entre clases sociales, incluso entre espacios. Este planteamiento no está todavía consolidado, pero se advierte claramente una mayor fragmentación social, mucho más dura e impermeable que lo hasta ahora conocido, con la población ocupando pequeñas islas de territorio, defendidas en algunos casos incluso por cuerpos de seguridad propios, y con un desconocimiento y, en gran medida, desprecio, por todo aquello que no les afecte directamente.
Así, según algunos datos extraídos de una encuesta realizada en la zona de la nacional VI a la salida de Madrid (que puede considerarse uno de los paradigmas de la ciudad fragmentada) nos encontramos con la siguiente situación: el 72% de las relaciones personales se establecen entre habitantes del mismo fragmento. El 28% restante, a través del trabajo y otros lugares. Los espacios de relación personal eran: los propios de la urbanización, los del trabajo, y en algunos casos puntuales hipermercados, gimnasios, boleras o discotecas. Esto significa la práctica eliminación de contactos entre “desiguales”. Es decir, del “otro”. Una parte importante de los nuevos espacios de relación entre desiguales se encuentren en ámbitos no físicos (Internet, móviles, etc.) y habría que analizar como afecta esta nueva tendencia al diseño y disposición de los espacios públicos tradicionales.
La cuestión de la movilidad es otro de los problemas más importantes. De un muestreo que realizamos ya hace algunos años, con cuatro tejidos distintos en dicha zona, buscando 19 equipamientos y servicios esenciales, los resultados fueron demoledores. En el tejido de la ciudad compacta tradicional encontramos, como media de las diferentes muestras, 620 equipamientos y servicios mientras que en la interfase fragmentada no llegaban a 60 y eso contando siempre con tejidos construidos continuos. Entre los 620 estaban todos los necesarios para vivir en un radio de 500 metros, es decir, al alcance de un paseo a pie. Para encontrar el mismo número en el tejido de la ciudad fragmentada hay que dibujar un radio de 1,7 kilómetros. De una distancia máxima de 1 kilómetro se ha pasado a 3,5. Pero es que además el tipo de equipamiento y servicios que en el tejido de ciudad compacta tradicional estaba muy disperso entre, en el de la fragmentada estaba muy concentrado en sólo 3 o 5 tipos de los cuales, eso sí, había muchos.
La consecuencia es que la organización del territorio urbanizado de la interfase estudiada es muy poco eficiente. Lo es socialmente, debido a la segregación espacial producida y a la falta de movilidad social. Lo es desde el punto de vista del transporte de mercancías y de personas, con una altísima tasa de generación de viajes, la imposibilidad de trasladarse a pie o en bicicleta para realizar la mayor parte de las actividades, o la nula rentabilidad del transporte público en la periferia fragmentada que hace imposible su mantenimiento sin subvenciones públicas. Y también la disminución en la calidad de vida de los habitantes al invertir una parte importante de su tiempo en los traslados. Si nos fijamos en la relación de la urbanización con el territorio veremos que las antiguas ciudades (las ciudades tradicionales) aparecían como una especie de quistes en el territorio. Pero, desde mediados del siglo XIX se destruyen las murallas, desaparecen las cercas y se rellenan los fosos. Un siglo después, la irrupción del automóvil permite la extensión casi ilimitada de la urbanización y la ciudad se desparrama literalmente sobre el territorio de forma centrífuga haciendo suyas las aldeas, los cultivos, los vertederos, las granjas porcinas y avícolas, las áreas naturales o los establos.
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De forma que en el momento actual la situación se ha invertido y ya todo el suelo es urbano o urbanizable (hasta legalmente) excepto el reservado. Incluso a estos quistes de naturaleza en medio de un territorio urbano o pendiente de ser urbanizado tenemos que vallarlos y dotarlos de sistemas de seguridad para que los urbanitas no los hagan suyos. Pero en estas condiciones ¿qué ha pasado con las relaciones entrópicas entre urbanización y naturaleza? Está claro que el orden digamos de “la naturaleza” ha ido perdiendo territorio a favor del “orden urbano”. De todas formas, este crecimiento no se puede seguir produciendo de forma ilimitada ya que en algún sitio el “orden urbano” tiene que volcar la entropía que le sobra. Hasta ahora el “orden natural” la ha ido absorbiendo como ha podido y, además, la ciudad ha tenido que ir captando sus recursos y cediendo sus desechos cada vez más lejos.
Hemos llegado a un límite en el cual no existe ya suficiente territorio que sea capaz de absorber la entropía generada por el orden urbano (estamos hablando en términos de entropía, o lo que es lo mismo: consumo de energía, de suelo, de materiales, contaminación y otros). Esto no quiere decir que el orden urbano vaya a entrar en colapso. Lo único que quiere decir es que el orden urbano de París o de Nueva York será cada día más perfecto mientras que el de las ciudades africanas y parte de las de América latina o de Asia simplemente será caótico. Pero es que, además, estamos provocando una bajada espectacular en las posibilidades de la naturaleza de absorber esa entropía de la que tiene que deshacerse la urbanización para mantener el orden necesario. Y por tanto se juntan dos problemas: el aumento de entropía necesario para que funcionen las cada vez mayores cantidades de urbanización que se van creando y la disminución de las posibilidades de absorberla por parte de la naturaleza. El resultado en la imposibilidad de controlar esta interfase fragmentada con consecuencias evidentes una de las cuales son los incendios forestales que nos asolan. Es urgente cambiar este modelo.