Hasta hoy me he resistido a plantear el tema de la actual pandemia (solo en
algún comentario y de forma anecdótica) pero ya no me puedo resistir más a la
vista del maniqueísmo imperante entre políticos, comentaristas y medios de
comunicación. Al parecer solo hay dos formas de enfrentarse a la Covid19: la
económica y la sanitaria. En los periódicos, en las cadenas de televisión,
entre los políticos de uno y otro signo que se lanzan continuas invectivas,
parece como si sólo existieran dos caras de la moneda. A pesar de que este
blog tiene un sesgo profundamente académico a veces es necesario plantear
cuestiones en forma más o menos intuitiva para luego lanzarse a la
investigación y ajustarse al método científico. Al fin y al cabo algunos
descubrimientos han sido precedidos de una intuición. De forma que el artículo
de hoy (igual que el de julio) va a ser muy poco riguroso y enfocado a señalar
los “desenfoques” de algunas miradas. Y, sobre todo mis dudas, que cada vez son más.
Nueva normalidad
imagenakela
Lo primero que me llama la atención es que la situación pre-pandemia se califique de
normal y se pretenda la vuelta a ella como si fuera un ideal al que aspirar nuevamente. Se habla
incluso de “nueva normalidad” para indicar que todo volverá a ser como antes
con pequeños cambios. Es decir, al parecer lo importante es que la esencia de las costumbres permanezca
inalterada (aunque sea el origen del problema) cambiando la menor cantidad de cosas posible. Lo que cabría preguntarse es sobre la conveniencia o no de mantener estas
costumbres. Ahora estamos en Navidad y ¿cuál es la esencia de la Navidad? No
hay más que ver los vídeos, fotos, recuerdos, de las pasadas Navidades. La
costumbre es, básicamente, una orgía del consumo. Grandes almacenes repletos
de gente, calles comerciales en las cuales casi no cabe ni un alfiler,
petición de créditos a mansalva, derroches alimentarios y luces, luces, luces…
La luces navideñas a tope sin pensar en las consecuencias ecológicas del derroche.
Pero si nos paramos un poco a reflexionar sobre el puerto al que estábamos
conduciendo la nave probablemente no nos quedemos demasiado tranquilos. Tengo
la sospecha (bueno, es algo más que una sospecha) de que, precisamente, esta
“nueva normalidad” a la que pretendemos volver sea la causa de la pandemia que
en pocos meses ha bajado la esperanza de vida y ha conseguido que la
precariedad sea todavía más precaria. Lo asombroso es que casi nadie hable de
causas y se limiten a señalar a unos animalitos llamados pangolines en la lejana Wuhan. De mi ya larga relación de décadas con el tema de urbanismo y salud he
aprendido que lo fundamental en salud más que la curación es la prevención.
Bien, pues aunque los intentos actuales sean de curación, deberíamos estar
planteando también cómo prevenir futuros males parecidos al actual. Y eso, en
los campos que correspondan a cada parcela del conocimiento.
Pero hay cuestiones generales que afectan a todos los campos. Y la fundamental
es ecológica y está relacionada con nuestras posibilidades de subsistencia
como especie a la vista del entorno que nos rodea y al que estamos adaptados
(y que, a su vez, hemos ido modificando). Es decir, a la relación entre la
biocapacidad del entorno y el consumo. Esto ya probablemente les suene
bastante a los lectores del blog. Aunque suelo utilizarlo casi siempre en los
trabajos que hago, las clases y las conferencias que imparto e, incluso, como
ilustración en varios artículos anteriores, no me resisto a incluirlo una vez
más. En el gráfico de arriba se aprecia de forma muy didáctica (por eso me gusta) como
esta relación entre biocapacidad y consumo se iguala a mediados de los años
ochenta del pasado siglo XX y luego hay un sobreconsumo evidente de planeta lo
que significa ir agotando todos los ahorros producidos a lo largo de miles de
años en forma de combustibles fósiles, sumideros de contaminación y otros.
Este gráfico es el resultado de dos variables que han ido cambiando en el
tiempo de forma bastante acusada. Por una parte, del número de humanos en el
planeta, y por otra del consumo de planeta que hace cada uno de ellos. Es
evidente que, o bien nos vamos a colonizar otros planetas o es imprescindible
disminuir estas dos variables. La disminución de la primera (el número de
habitantes del planeta) está relacionada con cuestiones básicamente éticas, y
este no es un blog de ética aunque en un artículo como el de hoy probablemente
podría plantear el tema. El segundo está más relacionado con cuestiones
políticas y económicas. Es decir, de organización social y territorial sobre
las que aquí sí habría algo que decir. La primera es una obviedad y se ha
repetido ad nauseam: una economía basada en el crecimiento sin límite en un
planeta finito, y que pretende ser sostenible, es una contradicción en sí
misma.
Lo que probablemente esté ocurriendo es que, al cambiar radicalmente las
condiciones de contexto, sea necesario cambiar muchas cosas. En el artículo de
febrero de 2011 titulado “La ciudad orgánica” casi al final decía que: “Ayer
mismo, a mis alumnos de doctorado les dije todo convencido en medio del fragor
de la clase: ‘la ciudad es un ser vivo que nace, que crece, se desarrolla,
enferma…’ Luego, cuando volvía a casa, le daba vueltas a lo que había dicho
sin terminar de creérmelo: ‘como pude decir esta barbaridad cuando estoy
convencido de que esto no es así’. Lo dije porque tenía que condensar mucho
las cosas en un momento concreto de la exposición, con objeto de explicar
pensamientos complejos de la forma más rápida posible, y un recurso sencillo
es recurrir a metáforas, aunque no se correspondan con la realidad”. El
problema es que, nueve años y una pandemia después, he puesto en cuestión
muchas cosas. Entre ellas, la que resumía en aquel párrafo. De forma que, a día de hoy no tengo nada claro, que la ciudad no sea (como afirmé de forma acalorada) algo parecido a un ser vivo.
Y es que, en dicho artículo, contraponía una visión organicista (probablemente
sería mejor decir “orgánica”) liderada por autores como Howard, Unwin, Perry,
Saarinen o Alomar, frente a Christopher Alexander para el que “la ciudad no es
un árbol”. También del propio Ortega y Gasset que entendía la técnica como una
reacción contra la naturaleza, siempre y cuando se presuponga a la ciudad como
uno de los resultados más sofisticados de la técnica. Y las ideas de
Christopher Alexander y de Ortega han sido mis axiomas en materia de urbanismo
(aunque menos en ordenación del territorio) durante años. Pero, como decía,
las condiciones de contexto han variado y ya no tengo tan claro que la
organización de las ciudades deba basarse en “un semi retículo” en lugar de
“un árbol”. La cuestión, fácil de comprender cuando se asume que el gran
problema del mundo actual son los transportes de mercancías personas y energía, se intuye bastante
bien sin más que mirar los esquemas de arriba.
Pero no se trata solo de un problema de movilidad. La otra cuestión crítica es
la pérdida casi absoluta del sistema de relaciones personales en la mayoría de
las ciudades actuales. Los grupos primarios de ámbito superior al familiar (y
también) han desaparecido o tienden a su desaparición al diluirse la
“estructura arborescente” en una “semi reticular” que dificulta su formación.
Dice Chinoy en su libro La Sociedad, una introducción a la sociología: “Las
relaciones dentro de un grupo primario son personales, espontáneas y
típicamente (aunque no necesariamente) de larga duración; se basan en
expectativas difusas, mutuamente generalizadas, más que en obligaciones
estrechamente definidas y precisas: se supone que los miembros de una familia
se amen, mientras que los trabajadores de una oficina deben asociarse
solamente en las formas exigidas por su trabajo. Los miembros de un grupo
primario se mantienen juntos por el valor intrínseco de las propias relaciones
más que por una obligación o vínculo referido a una finalidad explícita de
organización”.
La falta de solidaridad social, la soledad, la indiferencia, propias de una
organización semi reticular, en la que la mayoría de los contactos son
institucionales (trabajo, educación, diversión) en muchos casos obligados y
esporádicos, parece que después de todo nos han traído más inconvenientes que
ventajas. No hay más que ver las noticias de las enormes dificultades a las
que se enfrenta el control de la pandemia no solo de comprensión del problema
sino, sobre todo, de falta de solidaridad. Así, si analizamos la cuestión de
la movilidad por áreas sanitarias se ve de inmediato que la mayoría de la
gente no tiene ni la más remota idea de dónde termina “su territorio
sanitario” y donde empieza el de “los otros”. Y lo que es peor, probablemente
la mayoría de sus conocidos estén en “otro lugar” y de ahí la escasa
implicación social no solo en el necesario control de la difusión del virus
sino también en el interés por lo que realmente esté ocurriendo con mi vecino
al que apenas conozco.
¿Y si realmente la ciudad fuera un verdadero ecosistema, algo más orgánico que
semi reticular? En muchos casos se plantea la expresión “ecosistema urbano”
casi como una metáfora. Claro, la naturaleza se organiza en ecosistemas, pero
¿y las ciudades? ¿Será cierto como afirman algunos autores que se trata de un
fenómeno ajeno a la verdadera naturaleza, esa cosa que está ahí fuera de las
murallas, casi incomprensible y llena de dioses y mitos que nos sobrepasan? Es
decir, las ciudades ¿forman parte del llamado orden natural o son otra cosa?
Debo confesar que, hasta hace poco tiempo, pensaba que eran “otra cosa”.
Seguía a Ortega y Gasset como un discípulo aplicado suyo que era y estaba convencido de que, como un artilugio técnico más, la
ciudad era “lo contrario de la adaptación del sujeto al medio, puesto que es
la adaptación del medio al sujeto. Esto ya bastaría para hacernos sospechar
que se trata de un movimiento en dirección inversa a todos los biológicos.
Esta reacción contra su entorno, este no resignarse contentándose con lo que
el mundo es, es lo específico del hombre.”
Desde esta perspectiva la ciudad sería una especie de mecanismo que, en lugar de formar parte del medio natural como cualquier persona, surgiría de la inventiva humana como una creación
de la técnica, y que, por tanto, debería construirse y organizarse según
patrones relacionados con “lo artificial” más que con “lo natural”. La postura
contraria la sostenían los organicistas. Así, Alomar, en su libro La ciudad
como organismo escribía:
“Admitamos, pues, que la ciudad es comparable al ser humano, no tan solo considerada físicamente, con su cuerpo y sus órganos fisiológicos, sino también considerada espiritualmente, con su alma y sus facultades psíquicas. El cuerpo urbano corresponde al tejido de células familiares, de las cuales, por reproducción, se origina la forma más característica del crecimiento, en cuyo tejido podemos observar ciertos hechos biológicos, como son la adaptación al medio, la división fisiológica del trabajo, la acumulación de reservas. También forman parte del cuerpo urbano el conjunto de estructuras más o menos permanentes, en donde se alojan y llevan su vida de relación los individuos que componen la comunidad urbana, es decir, en donde 'viven' y en donde 'conviven' los habitantes de la ciudad y los sistemas de aprovisionamiento, distribución y consumo que tienen su paralelo en la alimentación, circulación y asimilación en el organismo vivo. El alma de la ciudad viene a ser la integral de las almas de los ciudadanos incluso tal vez los del pasado, manifestada en todos aquellos fenómenos urbanos que no son materiales, en su gobierno, en los sentimientos espirituales de la comunidad, y en sus manifestaciones culturales, en sus instituciones educativas, en su tradición...”
“Admitamos, pues, que la ciudad es comparable al ser humano, no tan solo considerada físicamente, con su cuerpo y sus órganos fisiológicos, sino también considerada espiritualmente, con su alma y sus facultades psíquicas. El cuerpo urbano corresponde al tejido de células familiares, de las cuales, por reproducción, se origina la forma más característica del crecimiento, en cuyo tejido podemos observar ciertos hechos biológicos, como son la adaptación al medio, la división fisiológica del trabajo, la acumulación de reservas. También forman parte del cuerpo urbano el conjunto de estructuras más o menos permanentes, en donde se alojan y llevan su vida de relación los individuos que componen la comunidad urbana, es decir, en donde 'viven' y en donde 'conviven' los habitantes de la ciudad y los sistemas de aprovisionamiento, distribución y consumo que tienen su paralelo en la alimentación, circulación y asimilación en el organismo vivo. El alma de la ciudad viene a ser la integral de las almas de los ciudadanos incluso tal vez los del pasado, manifestada en todos aquellos fenómenos urbanos que no son materiales, en su gobierno, en los sentimientos espirituales de la comunidad, y en sus manifestaciones culturales, en sus instituciones educativas, en su tradición...”
He reproducido íntegro este párrafo del artículo de “La ciudad orgánica” que
escribí en el 2011 porque al leerlo nueve años después tengo la extraña
sensación de que, en mi razonamiento de entonces, hay algo que no encaja. De
forma que empiezo a pensar en la denostada “estructura arborescente” que tanto
despreciaba hace tiempo y en lo que realmente pienso que debería ser una
ciudad más saludable y sostenible. Y es que, el rumbo al que me parece habría
que encaminarse es a la ciudad de proximidad, introduciendo mucha más
naturaleza y recuperando las relaciones entre vecinos y los espacios de
convivencia. Es decir, una estructura que se parece bastante más a la de un
árbol que a un semi retículo. Y, además, con las condiciones que todos los
ecólogos nos dicen que son buenas para la salud de cualquier ecosistema tales
como la diversidad (en algunos casos se habla mejor de complejidad), límites
claros, tamaño mínimo que asegure esta diversidad, relaciones adecuadas con el
territorio, minimización de los transportes horizontales. También, por
supuesto, conexiones con otros ecosistemas…
Estamos en tiempos de incertidumbre, de dudas. Incluso en tiempos de
replantear nuestros axiomas más sagrados. Hace un par de meses hablando con
uno de mis ex alumnos más queridos (y amigo) le decía que este encierro en el
que nos ha sumido la pandemia me había producido una cierta sensación de
irrealidad (las pantallas convierten a las personas en parte de una ficción)
y, sobre todo, que me estaba obligando a darle la vuelta a muchas de mis
convicciones sobre la organización de nuestras ciudades y territorios. Lo que no parece nada conveniente es la vuelta a la "normalidad" anterior. Deberíamos de aprovechar el desastre actual para volver a una "normalidad" realmente nueva y no a una calcada a la previa a la pandemia porque la situación anterior era, sobre todo, insostenible y poco saludable.
En el
artículo de hoy he tratado de expresar mis dudas más profundas que luego suelen tener implicaciones en las soluciones y propuestas de lo que es conveniente y lo que no para una situación concreta y determinada. Al empezar a escribir había
titulado el artículo “Tomar el control de la nave” pero luego, poco a poco, me fui dando cuenta de que para poder tomar el control y
dirigirte a puerto seguro (sobre todo en tiempos de tempestad) es
imprescindible conocer el funcionamiento de la nave. Y lo único
que tenía eran dudas, dudas, dudas… Es posible que en tiempos de bonanza el
barco pueda navegar solo, únicamente guiado por el piloto automático. Pero
en momentos críticos el conocimiento profundo del barco y de las maniobras a realizar es imprescindible para seguir navegando sin daños.