Dado que Kevin Lynch es uno de mis autores favoritos, en muchos de los artículos
del blog se mencionan algunas de sus escritos más importantes:
La buena forma de la ciudad; La planificación del sitio;
¿De qué tiempo es este lugar?... Sin embargo, hoy me gustaría comentar
uno de sus libros menos conocidos:
Echar a perder. Un análisis del deterioro. Y es que con este libro es
como si intentara cerrar un ciclo. Claro, cierra muchas más cosas que un
ciclo, ya que se trata de su última obra y no la dejó totalmente acabada.
Ayudó a su publicación uno de sus alumnos más destacados, Michael Southworth.
Aunque en el momento de su muerte (en 1984) ya había revisado el manuscrito
una vez, faltaban cosas como las ilustraciones o las citas. Southworth también
se encargó de organizarlo todo un poco.
Como siempre que comento un libro mi intención no es realizar una reseña o un resumen del mismo, sino despertar el interés por su lectura. Reseñas y resúmenes se pueden encontrar en muchos sitios. Además, debo advertir que, en este caso, la traducción es compleja tal y como afirma el traductor en una nota previa. De forma que recomiendo a todos los que puedan leerla en su idioma original lo hagan. A pesar de todo, también la versión traducida es muy recomendable. Podemos observar que se trata de un libro diferente al resto de la producción de Lynch porque ya en el prólogo plantea dos distopías opuestas. Por una parte, la degradación llevada al límite en la que todo se echa a perder, desde las propias personas hasta la naturaleza. Y por otra, la utilización exhaustiva y el aprovechamiento de todo, de forma que nada se eche a perder y que el deterioro prácticamente no exista.
Después de plantear una visión apocalíptica de la evolución de los desechos, la búsqueda (incluso en otros planetas) de minerales o agua, con la mitad de las especies extinguidas y graves problemas de energía, escribe: “El deterioro y la muerte no se mencionan en una sociedad educada. Los hijos no deseados se exponen por la noche en lugares lejanos. Los adultos mueren en hospitales especiales a los que se les envía de forma anónima para ser higienizados. A los niños se les enseña a hacer sus necesidades de forma discreta, en lugares reservados sobre las corrientes del alcantarillado. Se les enseña a no hablar de “ríos". Entre ellos se intercambian risitas sobre los gruesos tubos de deshechos que se colocan bajo los edificios, O sobre la manera guasona en cómo las chimeneas vomitan humo al aire. La vergüenza del desperdicio mantiene en su sitio a los diferentes estratos sociales”.
Pero la otra distopía basada en el control casi absoluto del deterioro no sale mucho mejor parada. En este caso todo es casi perfecto (incluso sin casi): “No hay isla de calor en la ciudad, ni nube tóxica. Si en alguna rara ocasión se hace necesario un cambio, se planifica para que se haga rápidamente en alguna zona claramente delimitada. Cuando un espacio queda abandonado, se ocupa inmediatamente”. O también: “El tiempo se utiliza con la misma eficiencia que el espacio: las fábricas están siempre en funcionamiento, las calles están bien llenas, las camas siempre ocupadas, la comida preparada y consumida en turnos continuos. Los jardines florecen todo el año, puesto que unos espejos situados en el espacio exterior compensan el flujo de la radiación solar”. El resultado no deja de ser bastante negativo: “Un ansia viciosa de novedad y de incertidumbre, recuerdo de nuestras viejas estupideces, puede aplacarse con un abanico de artes locamente creativas. Por desgracia, mucha gente aún se entrega a ellas, en cuevas profundas, a menudo cuando está programada para dormir”.
El prólogo termina con una frase que nos predispone a lo que vendrá: “Una fantasía ha traído otra y ninguna de ellas parece atractiva”. Espero haber despertado ya el suficiente interés del lector. Por supuesto que no voy a dar la solución al resultado de ambas distopías. Pero tengo que decir que Kevin Lych tampoco. Lo que hace con esta introducción al tema es facilitar un análisis no convencional del mismo. El primer capítulo tiene un título que tampoco es demasiado académico: “Pensamientos sucios y morbosos”. De los dos capítulos que siguen: "la destrucción de las cosas", y "la destrucción de los lugares", me interesó particularmente este último. Estudia todo el tema de los desechos de la construcción, y luego las áreas urbanas abandonadas o en declive, así como las tierras abandonadas. Resultan particularmente interesantes, sobre todo considerando el año en que escribió el libro, sus comentarios sobre el declive de algunas grandes ciudades norteamericanas y la solución que se le estaba dando al problema.
Personalmente me ha resultado particularmente interesante el análisis que hace del vandalismo. Incluso cita el experimento de Philip Zimbardo al que me he referido en varios artículos periodísticos y alguno del blog, sobre todo cuando trato el tema de la seguridad en el espacio público. Zimbardo estudia mediante una cámara oculta la historia de un coche abandonado en el campus del Bronx de la Universidad de Nueva York y de otro en una zona acomodada de Palo Alto. Supongo que el experimento es suficientemente conocido pero el resultado es que el deterioro atrae el vandalismo. Concluye que “El vandalismo puede tratarse de diversas formas. Puede aceptarse como inevitable, como un deterioro previsible, o como un aviso de la necesidad de una reparación habitual. La reparación debe hacerse pronto o se propagará rápidamente que el lugar está fuera de control”. La vigilancia puede ser una solución, pero “los costes de vigilar o de consolidar poder ser fácilmente más altos que los de reparación”.
También resulta particularmente interesante la distinción que hace entre algunos conceptos relacionados con lo que entiende por “deterioro”. Dice: “Deteriorado es lo que carece de valor o utilidad para un objetivo humano”. Y luego: “En medio de este enredo se introduce una confusión fundamental: la referencia al deterioro y los residuos como procesos o productos, y la idea de que el deterioro es algo fundamentalmente indeseable, malo por definición". Esto lo hace en el capítulo denominado “¿En qué consiste el deterioro?” en el que también analiza las diferencias con abandono, decadencia, despilfarro, degradación o derroche. Ya al final intenta darle una vuelta al concepto tradicional cuando dice: “Allí donde es posible, buscamos hacer del deterioro una experiencia positiva. Podemos empezar por esos placeres que el deterioro ya proporciona: las fuertes sensaciones de destrucción, de ensuciar y limpiar, de lo raído y de los trastos viejos, de progresar y gastar, de reutilizar material viejo y ver en él nuevos modelos, de apreciar la profundidad histórica, la edad, la madurez y el declive".
Y es que, lo mismo que hizo en La imagen de la ciudad, también ahora ha preguntado a la gente. En el apéndice A titulado “Hablando de desechos” explica la razón de haber realizado veintiuna entrevistas detalladas sobre este tema. La razón básica fue la de entender mejor los sentimientos y las prácticas comunes. A pesar de que reconoce que la muestra no es representativa entiende que ilustra bastante bien estos aspectos. Así surge la idea del desecho como subproducto de la producción y, sobre todo, del consumo. Además, que carece de valor, que se debe eliminar. Unos pocos hablan de pérdida de oportunidades. Sobre la peor forma de deterioro parece haber coincidencia: el desgaste de las capacidades humana y la contaminación (residuos nucleares, productos tóxicos o contaminación del agua). A casi nadie le parecía que pudiera haber alguna clase de deterioro inofensiva o, incluso, buena.
Ya puede observarse que este libro está muy alejado (a pesar de las encuestas) de un trabajo científico al uso. Tampoco encontramos respuestas. Tan solo preguntas y más preguntas. Cualquiera que lea esta obra se dará cuenta de que, tal y como dice Michael Southwoorth, Lynch tenía un concepto del desecho que abarcaba muchísimas cosas. Desde la basura a los desperdicios cotidianos, pasando por los paisajes y edificios abandonados, o la destrucción y la decadencia de la naturaleza. Tampoco se puede decir que sea un libro de antropología, de urbanismo o de filosofía. Además, en el momento actual, probablemente sea una propuesta polémica pero que está muy en la línea de considerar la incertidumbre más que como un defecto, como una virtud con la que deberían de adornarse las ciudades. Es decir, la incertidumbre como oportunidad, como posibilidad de evolución y resolución de problemas.
Nada más. Espero que se me disculpe la cantidad de citas literales que he incluido. Es que el libro me ha parecido tan alejado de los anteriores que conocía de Lynch que, en muchos casos, he llegado a pensar que solo mediante una cita literal podían ser creíbles algunos de los comentarios. Y, desde el punto de vista personal, su lectura me ha alejado de algunos tópicos que había asumido casi como mantras sin discusión alguna. Probablemente si me hubiera hecho a mí alguna de las veintiuna encuestas que hizo al grupo de adultos, jóvenes, hombres y mujeres que vivían en el lado Norte de Beacon Hill y en un barrio central de Newton, me habría sentido tan desconcertado como ellos. Y eso que, según Michael Southwoorth, los temas del cambio, la decadencia, la transformación y la reutilización (que forman parte del deterioro y el desgaste) estaban ya en su obra desde su propia tesis doctoral (Controlling the Flow of Rebuilding and Replanning in Residential Areas), hasta sus trabajos más famosos como La planificación del sitio. Lectura y, sobre todo discusión, altamente recomendables.